«Yo los sanaré de su rebelión, los amaré de pura gracia».
Oseas 14: 4
Espero que ninguno vaya a pensar que se está ganando el favor de Dios por medio de la confesión de sus pecados, o que haya una virtud especial en confesarse ante los seres humanos. El Señor anhela que vengamos a él diariamente con todas nuestras cuitas y confesiones de pecado, y él nos puede dar el descanso. Confesemos nuestros pecados secretos solos ante nuestro Dios.
Admitamos los desvíos de nuestro corazón ante él, que sabe cómo atender en forma perfecta nuestro caso. Si hemos hecho mal al prójimo, digámosle a él nuestro pecado y manifestemos el fruto de ello haciendo restitución. Luego reclamemos la bendición. Vengamos ante Dios tal como somos, y permitamos que él sane nuestras dolencias. Presentemos con insistencia nuestro caso ante el trono de la gracia; que la obra sea completa. Seamos sinceros al tratar con Dios y con nuestra propia alma. Si nos acercamos a él con un corazón verdaderamente contrito, él nos dará la victoria. Entonces podremos dar un dulce testimonio de libertad, expresando alabanzas a Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable. Él no nos malentiende ni nos juzga mal. Nuestros compañeros no pueden absolvernos del pecado ni limpiarnos de la iniquidad. Jesús es el único que nos puede brindar la paz. Nos amó y se entregó a sí mismo por todos nosotros. Su gran corazón de amor se compadece «de nuestras debilidades» (Heb. 4: 15). ¿Hay acaso algún pecado tan enorme que él no pueda perdonar, un alma tan sumida en las tinieblas y tan oprimida por el pecado que él no pueda salvar? Él es misericordioso, y no busca ningún mérito en nosotros, sino que conforme a su bondad sin límites sana nuestras apostasías y nos ama sin restricción, siendo nosotros aún pecadores. Él es «lento para la ira, y grande en misericordia» (Sal. 86:15).— Testimonios para la iglesia, t. 5, pp. 609, 610.
Hay un remedio para el alma enferma de pecado. Ese remedio está en Jesús. ¡Precioso Salvador! Su gracia basta para los más débiles; y los más fuertes deben recibir también su gracia o perecer.
Vi cómo se puede obtener esta gracia. Vayamos a nuestra recámara, y allí a solas, supliquemos a Dios; «Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio; y renueva un espíritu recto dentro de mí» (Sal. 51: 10). Tengamos fervor y sinceridad. La oración ferviente es muy eficaz. Como Jacob, luchemos en oración. Agonicemos. En el huerto Jesús sudó grandes gotas de sangre; pero hemos de hacer un esfuerzo. No abandonemos nuestra recámara hasta que nos sintamos fuertes en Dios; luego velemos y mientras velamos y oramos, podremos dominar los pecados que nos asedian, y la gracia de Dios podrá manifestarse en nosotros; y lo hará.— Testimonios para la iglesia, t. 1, p. 148.
EL TRONO DE GRACIA
Tomado de: Lecturas Devocional Vespertino 2025
«La Maravillosa Gracia De Dios»
Por: Elena G. White
Colaboradores: José Sánchez y Silvia García