Esta parábola [de la viña] tiene gran importancia para todos aquellos a quienes se les confía responsabilidades en el servicio del Señor. Dios apartó a un pueblo para que fuese educado por Cristo. Lo llevó al desierto para prepararlo para su obra, y allí le dio el código más elevado de moral; su santa ley. A él le fue encomendado el libro de instrucción de Dios, las Escrituras del Antiguo Testamento. Oculto en la columna de nube, Cristo lo guio en su vagar por el desierto. Por su propio poder trasplantó la vid silvestre de Egipto a su viña. Bien podía Dios preguntar: “¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?”. Isaías 5:4 …
La historia de los hijos de Israel fue escrita para nuestra admonición e instrucción, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Aquellos que estén firmes en la fe en estos últimos días, y finalmente sean admitidos en la Canaán celestial, deben escuchar las palabras de advertencia pronunciadas por Jesucristo a los israelitas. Estas lecciones fueron otorgadas a la iglesia en el desierto para que el pueblo de Dios las estudiara y les prestara atención a través de sus generaciones, para siempre. La experiencia del pueblo de Dios en aquel desolado paraje será la de su pueblo en estos tiempos. La verdad es una salvaguarda en todas las edades para los que se mantienen firmes en la fe que fue dada una vez a los santos (Alza tus ojos, p. 230).
El pueblo judío podría haberse arrepentido si así lo hubiera querido, pero sus integrantes estaban vestidos con la ropa de su justicia propia. Sostenían ser los descendientes de Abraham y consideraban como propia toda promesa hecha a Israel. Pero el Israel de Dios está formado por aquellos que se convierten, no por los que son descendientes de Abraham (Alza tus ojos, p. 78).
Con asombro, los ángeles contemplaron el amor infinito de Jesús, quien, sufriendo la más intensa agonía mental y corporal, pensó solamente en los demás y animó al alma penitente a creer. En su humillación, se había dirigido como profeta a las hijas de Jerusalén; como sacerdote y abogado, había intercedido con el Padre para que perdonase a sus homicidas; como Salvador amante, había perdonado los pecados del ladrón arrepentido…
El Señor de gloria estaba muriendo en rescate por la familia humana. Al entregar su preciosa vida, Cristo no fue sostenido por un gozo triunfante. Todo era lobreguez opresiva. No era el temor de la muerte lo que le agobiaba. No era el dolor ni la ignominia de la cruz lo que le causaba agonía inefable. Cristo era el príncipe de los dolientes. Pero su sufrimiento provenía del sentimiento de la malignidad del pecado, del conocimiento de que por la familiaridad con el mal, el hombre se había vuelto ciego a su enormidad. Cristo vio cuán terrible es el dominio del pecado sobre el corazón humano, y cuán pocos estarían dispuestos a desligarse de su poder. Sabía que sin la ayuda de Dios la humanidad tendría que perecer, y vio a las multitudes perecer teniendo a su alcance ayuda abundante (El Deseado de todas las gentes, pp. 669-701).
Notas de Elena G. White para la Escuela Sabática 2024.
1er. Trimestre 2025 «EL AMOR DE DIOS Y SU JUSTICIA»
Lección 11: «QUÉ MÁS PUEDO HACER»
Colaboradores: Xiomara Moncada y Karla González