Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. Romanos 8:38, 39.
Una idea fija dominaba la mente de Patricio, mientras viajaba en el tren.
Su destino final era la muerte: la suya, la de su esposa y de sus dos pequeños hijos.
Casaca de cuero, manos en los bolsillos, lentes oscuros… El joven roquero, de apenas 24 años, había decidido colocar un punto final a su existencia de fracaso y de derrota. Aquella tarde, mientras viajaba, apretujado, entre los demás pasajeros, nadie podría imaginar que, entre ellos, viajaba un suicida y asesino. Al día siguiente, la noticia conmovió a la opinión pública. Después de todo, él podría hacer lo que quisiese con su vida, pero no tenía el derecho de segar la vida de su familia.
¿Qué es lo que llevó a un joven, en la plenitud de su existencia, a tomar una decisión tan radical? El papel escrito esbozaba la respuesta: “No vale la pena seguir viviendo: destruí mi vida y la vida de mi familia. Cometí tantas locuras que nadie, ni siquiera Dios, puede seguir amándome”.
Una de las peores cosas que el pecado hace, en el ser humano, es llevarlo a sentirse indigno, y sin derecho alguno. Pero, el versículo de hoy declara que tú puedes apartarte de Dios y, no obstante, nada puede separarte del amor de Dios.
Que Dios te siga amando, a pesar de lo que eres y de lo que haces, no depende de ti; depende exclusivamente de él. Su naturaleza es el amor; el día en que Dios dejase de amarte, dejaría de ser Dios: Dios es amor.
Naturalmente, ese amor maravilloso no tiene ningún valor para el que no lo acepta; Dios no puede entregar su amor por la fuerza. El ser humano necesita reconocer su insignificancia, su carencia, su urgente necesidad, y correr a los brazos de Dios. En ese momento, el Señor toma, de las manos del hombre, las páginas manchadas de su pasado y le entrega una página en blanco, con el fin de que escriba una nueva historia.
Nada está perdido, para quienes confían en Jesús. En estos momentos, él está ahí, esperándote con los brazos abiertos. Por eso, no salgas hoy, para enfrentar las luchas de la vida, sin decirte a ti mismo: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. Romanos 8:38, 39.