«Él, temblando y temeroso, dijo: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?»
El Señor le dijo: «Levántate y entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que debes hacer»>>.
Hechos 9: 6
En la admirable conversión de Pablo, vemos el poder milagroso de Dios. Jesús, cuyo nombre él odiaba y despreciaba más que cualquier otro, se reveló a Pablo con el propósito de detener su loca aunque sincera carrera, a fin de hacer de ese instrumento nada promisorio un vaso escogido para proclamar el evangelio a los gentiles. La luz de la iluminación celestial le había hecho perder la vista a Pablo; pero Jesús, el Gran Médico de los ciegos, no se la restaura. Contesta a la pregunta de Pablo con estas palabras: <<Levántate y entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que debes hacer>>. No solo podría Jesús haber curado a Pablo de su ceguera, sino haberle perdonado sus pecados, haberle explicado cuál era su deber y haberle trazado su conducta futura. De Cristo había de fluir toda potestad y misericordia; pero no dio a Pablo, cuando se convirtió a la verdad, una experiencia independiente de su iglesia recién organizada en la tierra.
La luz admirable dada a Pablo en esta ocasión lo asombró y confundió. Estaba completamente subyugado. Esa parte de la obra no podía hacerla ser humano alguno a favor de Pablo; pero quedaba todavía una obra que cumplir que los siervos de Cristo podían hacer. Jesús le indica a Pablo que recurra a sus agentes de la iglesia para conocer mejor su deber. Así autoriza y sanciona su iglesia organizada. Cristo había hecho la obra de la revelación y convicción, y ahora Pablo estaba en condición de aprender de aquellos a quienes Dios había ordenado que enseñaran la verdad. Cristo envió a Pablo a sus siervos escogidos, y en esta forma le puso en relación con su iglesia.
Los mismos a quienes se proponía matar debían instruirlo en la religión que él había despreciado y perseguido.
Un ángel fue enviado a hablar con Ananías, para indicarle que fuera a cierta casa donde Saulo estaba orando para recibir instrucción con respecto a lo que debía hacer.— Testimonios para la iglesia, t. 3, pp. 472, 473.