<<Porque a ustedes se les ha concedido no solo creer en Cristo, sino también sufrir por él». Filipenses 1: 29, NVI
Juan el Bautista había sido el primero en proclamar el reino de Cristo, y fue también el primero en sufrir. Pasó a quedar encerrado entre las murallas de una mazmorra. Mientras pasaba semana tras semana sin traer cambio alguno, el abatimiento y la duda fueron apoderándose de él. Sus discípulos no lo abandonaron. Pero preguntaban por qué, si ese nuevo maestro era el Mesías, no hacía algo para conseguir la liberación de Juan.
Como los discípulos del Salvador, Juan el Bautista no comprendía la naturaleza del reino de Cristo. Esperaba que Jesús ocupara el trono de David y, como pasaba el tiempo y el Salvador no asumía la autoridad real, Juan quedaba perplejo y perturbado. Había horas en que los susurros de los demonios atormentaban su espíritu y la sombra de un miedo terrible se apoderaba de él. ¿Podría ser que el tan esperado Libertador no hubiera aparecido todavía?.
Pero el Bautista no renunció a su fe en Cristo. Resolvió mandar un mensaje de averiguación a Jesús. Lo confió a dos de sus discípulos . Los discípulos acudieron a Jesús con la interrogación: «¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro?> (Mat. 11: 3). El Salvador no respondió inmediatamente a la pregunta de los discípulos. Mientras ellos estaban allí de pie, extrañados por su silencio, los enfermos y afligidos acudían a él para ser sanados. Mientras sanaba sus enfermedades, enseñaba a la gente.
Así iba transcurriendo el día, viéndolo y oyéndolo todo los discípulos de Juan. Por fin, Jesús los llamó a sí y los invitó a ir y contar a Juan lo que habían presenciado. La evidencia de su divinidad se veía en su adaptación a las necesidades de la humanidad doliente. […]
Los discípulos llevaron el mensaje, y bastó. Las palabras de Cristo no solo le declaraban el Mesías, sino que demostraban de qué manera había de establecerse su reino. Comprendiendo más claramente ahora la naturaleza de la misión de Cristo, se entregó a Dios para la vida o la muerte, según sirviera mejor a los intereses de la causa que amaba.— El Deseado de todas las gentes, cap. 22, pp. 191-195.