<No les tengan miedo a los que matan el cuerpo pero no el alma. Más bien témanle a Dios que puede destruir tanto el cuerpo como el alma en el infierno>. Mateo 10: 28, PDT
Para muchos, un profundo misterio rodea la suerte de Juan el Bautista. Se preguntan por qué se le debía dejar languidecer y morir en la cárcel. Nuestra visión humana no puede penetrar el misterio de esta sombría providencia; pero esta no puede conmover nuestra confianza en Dios cuando recordamos que Juan no era sino partícipe de los sufrimientos de Cristo.
Jesús no se interpuso para librar a su siervo. Sabía que Juan soportaría la prueba. Gozosamente habría ido el Salvador a Juan, para alegrar la lobreguez de la mazmorra con su presencia. Pero no debía colocarse en las manos de sus enemigos, ni hacer peligrar su propia misión. Gustosamente habría librado a su siervo fiel. Pero por causa de los millares que en años ulteriores debían pasar de la cárcel a la muerte, Juan había de beber la copa del martirio. Mientras los discípulos de Jesús languidecieran en solitarias celdas, o perecieran por la espada, el potro o la hoguera ¡qué apoyo iba a ser para su corazón el pensamiento de que Juan el Bautista, cuya fidelidad Cristo mismo había atestiguado, había experimentado algo similar!
Se le permitió a Satanás abreviar la vida terrenal del mensajero de Dios; pero el destructor no podía alcanzar esa vida que «está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:3). Se regocijó por haber causado pesar a Cristo; pero no había logrado vencer a Juan. La misma muerte lo puso para siempre fuera del alcance de la tentación. […]
Dios no conduce nunca a sus hijos de otra manera que la que ellos elegirían si pudieran ver el fin desde el principio, y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo como colaboradores suyos. Ni Enoc, que fue trasladado al cielo, ni Elías, que ascendió en un carro de fuego, fueron mayores o más honrados que Juan el Bautista, que pereció solo en la mazmorra. <<A ustedes se les ha concedido no solo creer en Cristo, sino también sufrir por él» (Fil.1:29,NVI). Y de todos los dones que el cielo le puede conceder a los seres humanos, la comunión con Cristo en sus sufrimientos es el más grave cometido y el más alto honor.— El Deseado de todas las gentes, cap. 22, pp. 200-202.