Una vez el editorialista de un diario les pidió a sus lectores que enviaran su carta de amor favorita en ocasión del día de San Valentín. Una mujer de nombre Gloria envió una carta que había recibido de Ralph Illion en 1944, cuando éste era un marinero en una base en el Pacífico. El escribió:
«Querida Gloria:
«Es tiempo de que me presente. No nos hemos conocido, pero he escuchado mucho acerca de ti. Debo confesarte que me he enamorado. Esta confesión te puede sorprender, ya que no sabes nada de mí excepto lo que otras personas te han dicho. No lo tomes muy en serio. En realidad una vez que me conozcas verás que no soy tan malo. Y mis sentimientos por ti no cambiarán nunca mientras viva.
«Espero que esta carta te cause una buena impresión y que no creas que soy demasiado atrevido. Envíame una foto. Mantén mi amor por ti guardado en tu corazón, para que lo abras solamente cuando yo en persona te lo pida».
Bueno, Ralph volvió del Pacífico y pudo conocer a Gloria cara a cara: una hermosa y saludable bebé, su preciosa hija. Y, sí, se enamoraron uno del otro.
Gloria es una mujer adulta ahora. Pero aún atesora la carta de amor que recibió de su papá cuando tenía tan sólo tres meses. Es el regalo de amor de un padre, un legado duradero, palabras que aún arden en su corazón.
Otro Padre, a quien nunca hemos visto, nos ama con un amor increíble. El profeta Isaías expresa esa seguridad cuando dice: «Tú, oh Jehová, eres nuestro padre; nuestro Redentor perpetuo es tu nombre» (Isa. 63:16).
Su Palabra es una carta de amor. Constantemente nos recuerda de su cuidado. Nos revela el corazón de un Padre de amor.
Así como Ralph Illion anhelaba estar con su hija, el corazón de un Dios infinito anhela estar con nosotros. Él extraña nuestro amor. Nunca estará contento a menos que estemos con él por la eternidad. Hay un lugar en su corazón solamente para nosotros. Diariamente nos recuerda su amor. Un día él confirmará ese cuidado infinito y maravilloso cuando con un abrazo tierno, sonría y diga: «Es hora de ir a casa»