Que, librados de nuestros enemigos, sin temor la serviríamos. Lucas 1:74.
El canto de Elisabet para anunciar el nacimiento de Jesús (Lucas 1:42-45) es la primera profecía del Nuevo Testamento. Dios rompió el silencio profético de cuatrocientos años con la voz de una mujer. La segunda voz profética es también de una mujer, el Magníficat de María (vers. 46-55). El tercer canto profético del Nuevo Testamento fue pronunciado por Zacarías. La última vez que había hablado manifestó dudas, pero sus primeras palabras después de nueve meses sin voz fueron palabras de fe. ¡Cuanto beneficio espiritual hay en el silencio! Zacarías aprendió a callar ante la presencia divina, a distinguir la voz de Dios, a entrenarse para ser el padre de quien prepararía el camino del Mesías.
¡Explora la voz de Dios en la quietud del silencio!
Debemos oírle individualmente hablarnos al corazón. Cuando todas las demás voces quedan acalladas, y en la quietud esperamos delante de él, el silencio del alma hace más distinta la voz de Dios. Nos invita: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios” (Salmo 46:10). Solamente allí puede encontrarse verdadero descanso. Y esta es la preparación eficaz para todo trabajo que se haya de realizar para Dios. Entre la muchedumbre apresurada y el recargo de las intensas actividades de la vida, el alma que es así refrigerada quedara rodeada de una atmósfera de luz y de paz. La vida respira fragancia, y revelará un poder divino que alcanzará a los corazones humanos (DTG, p. 331).
El canto de Zacarías es conocido como el” Benedictus”, la primera palabra del canto en latín: “Bendito el Señor Dios de Israel”. Es un canto de alabanza al Dios de Israel por cumplir la promesa del Mesías Redentor. El Antiguo Testamento entero se cumplía en aquel momento. Su hijo Juan prepararía el camino al Salvador. En aquel canto profético este humilde anciano resumió los cientos de años de la soberanía de Dios en la historia de Israel, comenzando desde Abraham y llegando hasta la eternidad. Con tono sacerdotal, Zacarías dividió su canto en dos secciones: la obra del Mesías (Lucas 1:68-75), y la del precursor, su propio hijo (vers. 76-79); demostrando que había investigado las profecías relativas al Mesías y a Juan el Bautista.
El Mesías, Señor Dios de Israel vendría para redimir, y merecía todo temor reverente. Israel había vivido durante muchos siglos bajo conquistadores paganos y crueles que los obligaban a obedecer. El Mesías atraería a todos hacia él, y su amor subyugaría e invitaría a reverenciarlo.