Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 21 septiembre
SIN la preocupación por la comida, los israelitas continuaron con su viaje hacia el sur de la península de Sinaí. Pero el agua volvió a ser un problema. Al llegar a Refidín, se quedaron sin agua.
Y como siempre, le echaron la culpa a Moisés.
—»Danos agua para beber —le exigieron».
—»¿Para qué nos sacaste de Egipto? —reclamaban—. ¿Sólo para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestro ganado?»
Algunos hasta se atrevieron a preguntar:
—»¿Está o no está el Señor entre nosotros?»
Esta vez, los hebreos se habían enojado de veras. «Clamó entonces Moisés al Señor, y le dijo:
—»¿Qué voy a hacer con este pueblo? ¡Sólo falta que me maten a pedradas!»
Entonces, Dios le indicó que fuera con algunos de los líderes del campamento hasta una roca determinada, en Horeb. Él debía golpear la roca con su cayado, y el agua manaría de ella.
El grupo de líderes fueron con Moisés y vieron cómo el agua brotó de la roca cuando Moisés la golpeó con la vara, como se le había ordenado. Había más que suficiente para satisfacer las necesidades de las personas y del ganado.
Apenas se había resuelto este problema, cuando vino uno todavía más serio: El pueblo de los amalecitas, que no quería que los israelitas pasaran por su territorio, salió a atacarlos. Es probable también que quisieran aprovechar la ocasión para apoderarse del ganado de los israelitas. De cualquier manera, el hecho es que, un día, los amalecitas se precipitaron por sorpresa sobre el pueblo de Israel.
Un joven llamado Josué condujo a las fuerzas de Israel a la batalla. Moisés observaba el combate desde la cumbre de una colina, acompañado de Aarón y Jur. Al poco rato, estos dos se dieron cuenta de que, mientras Moisés mantenía en alto los brazos al orar a Dios por el éxito de las tropas de Israel, estas triunfaban; pero cuando los bajaba, fatigado, los amalecitas avanzaban. Entonces Aarón y Jur hicieron sentar a Moisés sobre una roca y le sostuvieron los brazos, «uno el izquierdo y otro el derecho», hasta que la victoria israelita fue completa.
Al ponerse el sol, los amalecitas huían a toda velocidad, y Moisés pudo por fin descansar sus brazos. Luego levantó un altar a Dios y lo llamó Jehová-nisi, que significa «El Señor es mi estandarte». Los soldados entendieron la razón. Lo habían visto sostener sus manos en oración hacia Dios durante todo el día; como si hubiera estado sosteniendo un cartel para inspirados a hacer sus mejores esfuerzos.
Desde Refidin, los israelitas prosiguieron viaje hacia el desierto de Sinaí y acamparon junto «a la montaña de Dios». Mientras estaban allí, un mensajero informó a Moisés que Jetro, su suegro, se acercaba al campamento para saludarlo, trayendo consigo a Séfora, esposa de Moisés, y a sus dos hijos: Guersón y Eliezer.
Moisés salió al encuentro de Jetro, se inclinó respetuosamente ante él y lo besó. Luego, acompañado de su esposa y de sus dos hijos, entraron en la carpa de Moisés para conversar acerca de todo lo que les había ocurrido desde que Moisés saliera de Madián para ir a Egipto.
¡Imagínate cuán felices estaban los dos muchachos de ver otra vez a su padre! ¡Y cuán sorprendidos deben haberse sentido al ver tanta gente junta! Puesto que habían vivido todo el tiempo en el campo, cuidando los rebaños de su abuelo, ¡ni habían soñado que pudieran existir tantos hombres, mujeres y niños en el mundo!
¡Cuántas cosas habrán tenido para contarse! «Moisés le contó a su suegro todo lo que el Señor les había hecho al faraón y a los egipcios en favor de Israel, todas las dificultades con que se habían encontrado en el camino, y cómo el Señor los había salvado.
«Jetro se alegró de saber que el Señor había tratado bien a Israel y lo había rescatado del poder de los egipcios… Ahora sé que el Señor es más grande que todos los dioses», dijo.
Entonces Jetro organizó una comida especial por Moisés. Invitó a Aarón y a todos los dirigentes de Israel.
A la siguiente mañana, -Moisés ocupó su lugar como juez del pueblo, y los israelitas estuvieron de pie ante Moisés desde la mañana hasta la noche».
Había tantos asuntos que requerían consejo entre los israelitas, y eran tantas las disputas que surgían entre ellos, que Moisés se pasaba todo el día aconsejando y juzgando.
Jetro observó atentamente lo que ocurría y, por la noche, cuando estuvo solo con Moisés, le dio un buen consejo.
—Tú no podrás soportar esta situación durante mucho tiempo —le dijo—.
Vas a enfermarte muy pronto.
—Es que el pueblo viene a mí para consultar a Dios —respondió Moisés—, y yo les hago saber los mandatos de Dios y sus leyes.
—Lo que haces no está bien —prosiguió bondadosamente su suegro—. Ese trabajo es superior a tus fuerzas, y no puedes llevarlo tú solo.
Entonces le sugirió que repartiera su trabajo para que otros lo ayudaran a resolver los problemas menores:
—»Elige tú mismo entre el pueblo hombres capaces y temerosos de Dios, que amen la verdad y aborrezcan las ganancias mal habidas, y desígnalos jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez personas. Serán ellos los que finjan como jueces de tiempo completo, atendiendo los casos sencillos, y los casos difíciles te los traerán a ti. Eso te aligerará la carga, porque te ayudarán a llevarla».
El consejo era muy sabio. Moisés, con la mejor intención del mundo, estaba tratando de hacer mucho él solo. Se hallaba demasiado ocupado haciendo el bien. Amaba tanto a su pueblo que, como un padre amoroso, se esforzaba por atender todos los problemas y responder a todas las preguntas que los israelitas le traían. Pero nadie podría soportar por mucho tiempo una vida así. Como Jetro había dicho muy bien, consumiría pronto sus fuerzas y moriría mucho antes de finalizar la tarea que Dios le había encomendado.
Por suerte, Moisés era lo suficientemente humilde como para aceptar consejos, algo que no siempre se puede decir de algunos muchachitos y niñas que yo conozco… «Moisés atendió a la voz de su suegro y siguió sus sugerencias. Escogió entre todos los israelitas hombres capaces, y los puso al frente de los israelitas como jefes de mil, cien, cincuenta y diez personas. Estos jefes fungían como jueces de tiempo completo, atendiendo los casos sencillos pero remitiendo a Moisés los casos difíciles».
Y fue una suerte que Moisés aceptara el buen consejo, porque estaban por ocurrir grandes acontecimientos. Muy pronto, debería pasar cuarenta días y cuarenta noches con Dios en la cumbre del monte Sinaí. Y si no hubiera encargado a otros la tarea de juzgar y aconsejar al pueblo en los asuntos comunes, no habría podido hacerse cargo de tareas mucho más importantes que el Señor quería confiarle.
Habría estado demasiado preocupado como para medir las más grandes oportunidades de su vida, demasiado atareado para recibir las tablas de la ley de manos de su divino Autor, demasiado ocupado para tratar con Dios cara a cara.
Sí, vale la pena aceptar los consejos de un hombre bueno.
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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