Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 19 septiembre
DURANTE tres días largos y calurosos, la gran caravana siguió avanzando por el desierto.
Poco a poco, la gente comenzó a cansarse y a tener sed. El agua que llevaban casi se les había acabado. Cuando los niños le piden algo de beber a sus padres, no se les puede decir que no hay. Los que estaban a cargo del ganado comenzaron a preocuparse por lo que le sucedería a los animales si no llegaban a encontrar agua pronto.
Seiscientos mil hombres pueden beber mucha agua en un día caluroso; y si a estos les sumas las mujeres y los niños, además de miles de vacas, ovejas y cabras, puedes imaginarte que era imperioso encontrar agua de inmediato, o todos perecerían de sed.
Al finalizar el tercer día, casi todos los viajeros estaban muy preocupados por este problema. Pero repentinamente alguien que se había adelantado a los demás comenzó a hacer señas. «¡Agua! —gritaba entusiasmado—. ¡Aquí hay agua!»
La sola mención de la palabra hizo que todos ya se sintieran mejor. Recobraron el ánimo y ansiosamente apresuraron la marcha.
Pero entonces vino un gran desengaño. Cuando los primeros se echaron en tierra para beber el agua del manantial, descubrieron que era muy amarga, inservible para saciar la sed.
En seguida corrió la voz: «¡El agua es mala! No sirve para beber». Pero eso llamaron el lugar Mara, que significa «amargura».
De inmediato, el pueblo comenzó a murmurar y protestar. Todos le echaban la culpa a Moisés. ¿Por qué los había llevado en esa dirección? ¿No sabía acaso que necesitarían agua? ¿Cómo era posible que un hombre que había vivido cuarenta años en el desierto ignorara esa necesidad?
Como en todos los casos, Moisés presentó a Dios el problema y el Señor le dio la solución. Le indicó un árbol que, si lo cortaban y echaban en el agua, la endulzaría. Moisés hizo lo que Dios le aconsejó y muy pronto todos pudieron saciar su sed.
Al día siguiente, la caravana siguió avanzando y «llegaron a Elim, donde había doce manantiales y setenta palmeras, y acamparon allí, cerca del agua». Todo el mundo estaba feliz ahora. Tenían un poquito de sombra y además podían descansar de veras por primera vez desde que habían salido de Egipto.
Sabiamente, Moisés permitió que el pueblo acampara en ese lugar por varios días, para que todos se recuperaran, y solo después de un buen tiempo ordenó que se prepararan para seguir viaje. «Toda la comunidad israelita partió de Elim y llegó al desierto de Sin… Esto ocurrió a los quince días del mes segundo» de la salida de Egipto. El desierto de Sin es una región seca, desolada y rocosa que queda en la península de Sinaí. Allí casi no hay hierbas para apacentar el ganado ni tierra fértil para cultivar cereales.
—¡Qué lugar…! —protestó uno en voz alta—. Para qué nos habrá traído aquí?
—Si hubiéramos marchado hacia el norte en lugar de venir hacia el sur ya estaríamos en Canaán —murmuraron otros.
—¿Y qué cree que podemos sembrar en este desierto? —preguntó un agricultor al comparar el suelo seco y arenoso que pisaba con el rico terreno del delta del Nilo.
—Piensa que podernos mantener vivo nuestro ganado con estas pocas hierbas miserables? —se quejó otro.
Este espíritu fue transmitiéndose, hasta que todo el mundo estuvo protestando. Y como además las provisiones de boca casi se les habían acabado, «toda la comunidad murmuró contra Moisés y Aarón».
Olvidándose de todos los milagros que Dios había realizado en su favor en Egipto, en el Mar Rojo y en Mara, se quejaron en voz alta contra ellos:
—»Cómo quisiéramos que el Señor nos hubiera quitado la vida en Egipto! —les decían los israelitas—. Allá nos sentábamos en torno a las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos. ¡Ustedes han traído nuestra comunidad a este desierto para matarnos de hambre a todos!»
Parece mentira que dijeran cosas tan tontas, pero es que habían sido esclavos durante tanto tiempo, que no podían pensar de otra manera. Y aunque habían presenciado muchos milagros que Dios había hecho por ellos, todavía no lo comprendían ni confiaban en él. Su principal preocupación era obtener lo suficiente para comer. Estaban dispuestos a ser esclavos nuevamente si solo podían oler la carne que solían tener.
Cuando Moisés le presentó este nuevo problema a Dios, el Señor le prometió: «Voy a hacer que les llueva pan del cielo».
Y esa tarde, justamente cuando el pueblo estaba pensando qué podía comer, miles de aves vinieron a posarse en el campamento. Eran codornices, y volaban tan bajo, que era fácil cazarlas. Todos pudieron tener una buena cena, y tal vez algunos se hayan acordado de agradecer a Dios por haberlos ayudado una vez más.
¿Y cómo se las arreglaron para el desayuno? En el desierto no había comercios para ir a comprar copos de maíz o cereales con frutas. «¿Qué comida nos dará Dios esta mañana?», se preguntaban muchos. ¿Enviaría otra vez codornices? No. En cambio les proporcionó algo muy diferente.
Temprano por la mañana, «al desaparecer el rocío, sobre el desierto quedaron unos copos muy finos, semejantes a la escarcha que cae sobre la tierra. Como los israelitas no sabían lo que era, al verlo se preguntaban unos a otros: ‘¿ Y esto qué es?'», pues no sabían lo que era.
Moisés les dijo entonces:
—»Es el pan que el Señor les da para comer».
Me imagino con qué cautela habrán recogido uno de esos granitos blancos para llevárselo a la boca… ¡Pero qué buen gusto tenía! Era «dulce como las tortas con miel». ¡Qué ricos deben haberles parecido a esos pobres hebreos hambrientos, especialmente a los niños y niñas! Y «los israelitas dieron a este alimento el nombre de maná».
Sin excepción, mañana tras mañana, encontraron el maná sobre la tierra, frente a sus puertas. Lo único que tenían que hacer era recogerlo y comerlo. Durante los siguientes cuarenta, años el maná fue casi su único alimento.
Sin embargo, ocurría algo extraño en relación con el maná. Solo había aparecía seis días por semana. Nunca podían encontrarlo el séptimo día, ni siquiera una pizca.
¿A qué se debía eso? A que Dios quería enseñar a su pueblo a que respetara el sábado como dia. sagrado. Adán y Eva habían guardado el sábado al principio. También lo habían observado Abram, Isaac y Jacob. Y hasta los hijos de Israel, cuando fueron a vivir a Egipto invitados por José, lo respetaban. Pero cuando se los convirtió en esclavos, muchos no pudiron seguir descansando y adorando a Dios en ese día. Durante esos tristes años de esclavitud, muchos llegaron a pensar que a Dios ya no le interesaba más que guardaran el sábado. Y hubo algunos que hasta se olvidaron de cuál era el día de reposo.
Por eso, mediante el milagro del maná, el Señor trató de que su pueblo volviera a adorarlo especialmente en ese día, como lo habían hecho sus hijos fieles en lo pasado. Les pidió que cada viernes de mañana —o sea cada sexto día de la semana—, recogieran una doble porción de maná, para que pudiera durar hasta el sábado.
El maná recogido el viernes duraba dos días, mientras que en cualquier otro día de la semana el maná que habían recogido de más se descomponía al día siguiente. Por otra parte, el sábado no caía maná sobre el campo. De todas estas maneras Dios les indicaba a sus hijos en qué día quería que reposaran y lo adoraran. Y no había manera de equivocarse: ese día era el séptimo de la semana o sábado.
Al principio, hubo algunos que no prestaron mucha atención a lo que Dios les había indicado con respecto al maná. «Algunos israelitas salieron a recogerlo el día séptimo, pero no encontraron nada». El Señor se disgustó con ellos y dijo: «¿Hasta cuándo seguirán desobedeciendo mis leyes y mandamientos? Tomen en cuenta que yo, el Señor, les he dado el sábado. Por eso en el día sexto les doy pan para dos días. El día séptimo nadie debe salir. Todos deben quedarse donde estén».
Esta misma lección, enseñada cada semana durante cuarenta años, grabó para siempre en la mente de los israelitas cuál era el día en que Dios quería que se lo adorara. Mediante el maná, el Señor les dijo a sus hijos 2.080 veces (52 semanas multiplicadas por 40 años): «El séptimo día de cada semana, el sábado, es un día especial y diferente en el que toda la familia reunida debe reposar y celebrar el culto de adoración».
Ellos nunca lo olvidaron. Y aún hoy —más de tres mil años después— lo siguen respetando. ¿Cómo podrían olvidarlo? ¿Cómo pudo alguien llegar a olvidarse de lo que Dios había enseñado?
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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