Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 14 septiembre
ESTA extraña procesión duró horas, mientras hombres, mujeres y niños escapaban por sus vidas a través del corredor que J Dios dispuso para cruzar el mar.
Los conductores de las carretas gritaban a sus bueyes, azuzándolos a que se muevan más rápido. Algunos perros ladraban frenéticamente al ganado para hacer que los rebaños y manadas lleguen más pronto a la otra orilla. Las madres imploraban a sus pequeños que no se quedaran atrás.
Si, adelante está la única esperanza de seguridad. Atrás, a muy poca distancia, están los egipcios. ¡Quién sabe si ya no se han dado cuenta de que los israelitas se les están escapando de entre las manos! ¡Y quién puede predecir durante cuánto tiempo más el agua permanecerá detenida a ambos lados, cuajada «en el fondo del mar», como dice la Biblia!
Por eso, los seiscientos mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, se apresuran, corren y se empujan, esforzándose por llegar a la otra orilla.
No se nos dice exactamente cuánto tiempo le llevó a tanta gente y a tantos animales cruzar el mar. Por fin, sin embargo, la última carreta llegó a la playa opuesta, el último padre y la última madre subieron penosamente el declive de la costa hasta un lugar seguro, el último perro arreó la última oveja fuera de la zona de peligro, y los últimos niños y niñas perdidos encontraron otra vez a sus padres.
¡Cómo suspiraron de alivio al ver que al fin todos han cruzado y que el canal estaba ya desierto!
Pero, ¡mira! ¿Qué es ese movimiento que se divisa en la playa que acaban de dejar? ¡Lanzas! ¡Espadas! ¡Carros de guerra! ¡Los egipcios! ¡Mira! ¡Se han lanzado en bajada desde la orilla opuesta! ¡Y ahora avanzan a través del camino que corre entre las murallas de agua!
—»¡Oh, Señor! —clama el pueblo lleno de temor y angustia—. ¡Oh, Señor, ayúdanos! ¡Sálvanos de los egipcios!»
Todos los ojos se vuelven hacia Moisés, quien está en pie sobre una roca mirando valientemente, casi desafiante, las tropas egipcias que avanzan a toda marcha. En su mano derecha, extendida hacia las revueltas aguas del mar, tiene la vara.
Ahora sucede algo en el camino. Parece que ya no está tan seco como antes. Comienzan a formarse charcos de agua. ¡Y fíjate! ¡El primer carruaje se ha atascado! ¡Las ruedas se han hundido en el lodo! El cochero castiga a los caballos para que saquen el carro, pero no pueden.
Hay otros más que también tienen dificultades. ¡Las ruedas se traban y se les salen de los ejes! La conffisión aumenta más y más. Ahora los carros que venían más atrás se enganchan con los primeros, al quererlos pasar. Los gritos airados de los cocheros se escuchan por sobre el impresionante soplido del viento huracanado.
—¡Fíjate lo que haces! ¿No ves por dónde vas?
—¡Avancen! ¡Vamos, avancen rápido! —gritan, impacientes, los oficiales.
Pero es imposible. Además, el agua ha comenzado a cubrir el camino.
—¡Volvámonos! ¡Volvámonos! —grita un egipcio, desesperado.
Sin embargo, es demasiado tarde. Ya no pueden volverse. No hay lugar para dar vuelta. ¡Están completamente atrapados por las aguas!
«Cuando ya estaba por amanecer —dice la Biblia—, el Señor miró al ejército egipcio desde la columna de fuego y de nube, y sembró la confusión entre ellos: hizo que las ruedas de sus carros se atascaran, de modo que se les hacía muy difícil avanzar. Entonces exclamaron los egipcios: ‘!Alejémonos de los israelitas, pues el Señor está peleando por ellos y contra nosotros!»
Y ahora, mientras Moisés mantiene su vara extendida hacia el Mar Rojo, el viento comienza a amainar. Hasta hace un momento, por orden de Dios, el viento había mantenido abierta una maravillosa avenida a través del mar para que los israelitas pudieran cruzar; pero ahora hace que las murallas de agua se derrumben repentinamente, cubran los carruajes y ahoguen a los soldados.
«Al recobrar las aguas su estado normal, se tragaron a todos los carros y jinetes del faraón, y a todo el ejército que había entrado al mar para perseguir a los israelitas. Ninguno de ellos quedó con vida».
Cuando amanece, el viento ha dejado ya de soplar y el mar está otra vez en calma. Resulta difícil creer que algo tan extraordinario haya sucedido en un paraje tan desierto. Las montañas lejanas, las arenosas playas, la cinta azul del mar, todo está igual que antes. Solo los cuerpos muertos de los egipcios, que el agua empuja hacia la orilla, recuerdan a Israel el estupendo milagro que Dios ha obrado en su favor.
Sin embargo, el triste espectáculo de esos cuerpos trae paz a cada corazón. Por primera vez en su vida, los hebreos pueden dejar de temer a los egipcios. Han desaparecido para siempre. Ahora que las mejores tropas de Egipto han perecido ahogadas, los israelitas pueden olvidarse de su triste pasado y mirar con valor hacia el futuro que Dios les prepara.
Pero ¡escucha! Alguien está cantando. Por sobre el murmullo de las conversaciones, el mugido del ganado y los balidos de las ovejas, se oye una voz dulce y varonil que entona un canto de alabanza a Dios. ¡Es Moisés! ¡Y qué hermosa voz que tiene! Pronto, todos los hombres se le unen en la canción, expresando el agradecimiento y la inmensa alegría que hay en sus corazones:
«Cantaré al Señor, que se ha coronado de triunfo arrojando al mar caballos y jinetes. El Señor es mi fuerza y mi cántico; él es mi salvación. Él es mi Dios… el Dios de mi padre, y lo enalteceré… Las aguas profundas se los tragaron; ¡como piedras se hundieron en los abismos!… ¿Quién, Señor, se te compara entre los dioses? ¿Quién se te compara en grandeza y santidad? Tú, hacedor de maravillas, nos impresionas con tus portentos».
Y cuando los hombres hacen una pausa, las mujeres comienzan a cantar dirigidas por Miriam, la hermana de Moisés, que muchos años antes –¿recuerdas?— había cuidado a su hermanito pequeño que se mecía en una cestita entre los juncos. Ella tiene un pandero o tamboril en la mano, y con él marca el ritmo, mientras las mujeres entonan el coro:
«Canten al Señor, que se ha coronado de triunfo arrojando al mar caballos y jinetes».
Todos están eufóricos. Aquella vida en Egipto, triste y sin esperanza, ha pasado para siempre. Ahora eran libres, ya nos serán más esclavos. ¡Y están a salvo de sus perseguidores! Podrían haberse quedado para siempre allí, junto al Mar Rojo, cantando su alegría y agradecimiento.
Pero Moisés sabe que todavía les aguarda un largo camino. Por eso, cuando el canto de alabanza y victoria termina, ordena que la caravana vuelva a formarse y que todos se preparen para emprender otra vez la marcha.
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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