Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 07 septiembre
EL SOL apareció al día siguiente sobre un país que estaba experimentando un profundo dolor. La muerte había entrado en cada hogar. Miles de cuerpos aguardaban ser sepultados. Todos los primogénitos, desde el príncipe heredero en el palacio hasta el hijo mayor del botero más pobre que trabajaba en el Nilo, habían muerto; junto con los primogénitos de todos sus animales.
Por otro lado, en la tierra de Gosén, todo era bullicio y agitación. La mayoría de los hebreos habían estado en vela durante la noche entera. Y ahora, al conocer la noticia de que el faraón por fin les había permitido salir, el gozo de los israelitas no tuvo límites. Alzaban sus manos y gritaban: «¡Ya somos libres! ¡Ya somos libres!»
Algunos miraban con satisfacción los montones de plata, oro y vestiduras que habían recogido de los egipcios, mientras se preguntaban qué iban a hacer ton tantas riquezas. Otros se arrodillaban para orar a Dios y agradecerle por la manera en que los había protegido durante esa noche terrible.
Pero no había tiempo que perder. El faraón podía cambiar repentinamente de idea, como había ocurrido ya nueve veces antes.
Si iban a salir de Egipto, debían hacerlo justo en ese momento.
Moisés les había dicho de antemano a los dirigentes de Israel adónde debían reunirse, y muy pronto todos los israelitas se dirigían hacia ese lugar. Antes de que saliera el sol, miles y miles de personas se habían puesto en movimiento, dejando sus casas para siempre. Muchos habían cargado sus carros tirados por bueyes con carpas, ropa de cama, ollas de barro para cocinar, vasijas con alimentos, atados de ropa y muchas otras cosas.
Algunas madres llevaban a sus hijitos atados a la espalda; otras transportaban de esa manera los recipientes con la masa para el pan. Si tú hubieras estado allí, probablemente habrías visto a un muchachito llevando su cachorro preferido bajo el brazo, mientras que con el otro trataba de hacer caminar a un cordero perezoso. O tal vez habrías visto a una niña que llevaba en mano su muñeca y con la otra conducía a su hermanita; porque yo estoy seguro de que las niñas querían tanto a sus muñecas como ahora.
En aquella multitud había toda clase de gente: viejos y jóvenes, abuelitos y bebés. Además había entre ellos animales de todo tipo: vacas, toros, borricos, ovejas, cabras y docenas de perros. Dejaré que te imagines el alboroto que provocaron esos perros tan pronto como se juntaron…
Mientras Moisés estaba en pie en el lugar designado, viendo cómo se reunía la gente, con sus rebaños y pertenencias, seguramente debe haberse preguntado cómo podría hacer llegar a esa enorme multitud sin inconvenientes hasta Canaán.
En ese momento, algo de lo que había aprendido como joven príncipe en la corte de Egipto comenzó a serle útil. Se le había enseñado allí el arte de la guerra y a mantener en orden grandes grupos de personas. Por medio de los dirigentes de Israel, dio órdenes a la multitud y, gradualmente, todo el mundo comenzó a formar una larga columna y a encaminarse en la dirección que él les señalaba.
Poner en marcha esto debe haberle tomado horas, porque «sin contar a las mujeres y a los niños, eran unos seiscientos mil hombres de a pie… y grandes manadas de ganado, tanto de ovejas como de vacas».
Pero eso no es todo. Muy pronto, Moisés se dio cuenta de que muchos que no eran israelitas se habían unido a la caravana. Sin duda, algunos eran esclavos egipcios que vieron en esa ocasión la oportunidad de escaparse de sus amos. Otros pueden haber sido jóvenes sedientos de aventura. El hecho es que insistieron en acompañarlos… ¡y cuántos problemas causarían después! Moisés debe haber deseado más de una vez habérselo impedido desde el comienzo.
Por fin toda la interminable caravana estuvo en marcha. Muy lentamente fueron avanzando y dejando atrás Ramsés y las otras ciudades que los hebreos habían ayudado a construir. Las pirámides se fueron haciendo cada vez más pequeñas, hasta que no fueron más que puntitos en el horizonte.
Estoy seguro de que los jóvenes y los niños querían caminar más rápido, pero eso era imposible. Había muchos bebés —y gran cantidad de cabritos, corderos y terneritos—, y no era posible apurarlos. Sin duda, los hombres encargados de conducir los rebaños y las manadas habrán tenido serias dificultades para mantenerlos en movimiento y en orden.
En cierto lugar destacado de la caravana, había algo que llamaba bastante la atención. Era un ataúd. A pesar de las muchas preocupaciones que había tenido Moisés antes de la partida, no se había olvidado del pedido de José, y allí iban sus restos rumbo a Canaán.
Al principio, nadie se sintió cansado, ni siquiera los niños. Se hallaban tan felices y entusiasmados por el viaje, que todos se olvidaron de cuán fatigados realmente estaban. Habían estado tan ocupados preparándose para la partida y luego buscando la ubicación correcta en la caravana, que no se habían detenido a pensar que ahora ya no tenían casa ni lugar donde dormir por la noche. Habían estado demasiado atareados como para preocuparse por el futuro o por dónde conseguirían alimento y agua en el desierto que empezaban a atravesar.
Su única preocupación, por el momento, era alejarse tanto como fuera posible del faraón… en caso de que volviera a arrepentirse y comenzara a perseguirlos. Pero al caer la tarde, los niños em
pezaron a manifestar hambre y cansancio, y los padres, a su vez, comenzaron a preocuparse por varias cosas. ¿Cuánto tiempo duraría el viaje? ¿Cuándo podrían establecer sus nuevos hogares en Canaán? ¿Habría en esa tierra suficiente alimento para todos? ¿Cómo se reabastecerían de agua durante la travesía por el desierto? ¿Les saldría el encuentro animales salvajes o enemigos en el viaje?
Repentinamente, se oyó una exclamación que pareció repetirse a lo largo de toda la caravana: «¡La nube! ¡Miren esa nube!»
Durante todo el día habían caminado en medio de nubes de polvo que las pesuñas de los animales levantaban al marchar, pero esa era diferente. Era más bien una columna de nube que ascendía verticalmente y que avanzaba al frente de la procesión.
—¡Mira esa nube, mamá! —exclamaban los niños—. ¡Fíjate qué rara y bonita es!
—¡Si, ya la veo, querido! —respondían miles de madres, intrigadas—. Pero ¿qué es?, ¿qué significa?
Poco después, Moisés hizo pasar de boca en boca un mensaje tranquilizador: Dios estaba en esa nube y, a través de ella él, los guiaría por el camino que debían seguir. Al llegar la noche, la nube comenzó a resplandecer de una manera tan bella, que el pueblo la llamó la «columna de fuego». Era reconfortante saber que esa primera noche que pasaban fuera de sus hogares, Dios estaba tan de ellos.
Ya no había que preocuparse por el futuro ni por qué temerlo. Si el gran Dios de Abram, de Isaac y de Jacob los guiaba, todo marcharía bien. El Señor les ayudaría a resolver todos los problemas y los conduciría sanos y salvos hasta Canaán.
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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