Entonces temieron con gran temor; y se decía el uno al otro: ¿Quién es este, que aún el viento y el mar le obedecen? Marcos 4:41.
Los eventos narrados en Marcos 4 ocurrieron alrededor del mar de Galilea. Jesús respondió con acciones a la pregunta de sus discípulos: ¿Quién es este hombre? Al atardecer de aquel día, decidió cruzar el lago con sus discípulos, seguido por otras barcas llenas de gente (Marcos 4:35, 36). El lago no era grande, pero era peligroso. Rodeado de altas montañas, facilitaba que densas masas de aire se deslizaran desde las laderas a la superficie del agua, transformando el tranquilo lago en una caldera espumante. Así fue aquella noche. Los discípulos eran hombres experimentados en el mar, pescadores de profesión, pero ten inesperada tormenta los llenó de pánico. No importa cuántos años lleves en el evangelio, ni si eres experta en el análisis de la conducta humana, cuando enfrentes crisis inesperadas y repentinas, tu respuesta será tan desesperada como la de los discípulos.
Jesús se quedó dormido sobre un cojín de cuero donde usualmente se sentaba el que llevaba el timón en la popa de la embarcación (ver 5CBA, p. 588). Los hombres intentaban mantener el bote a flote en medio de aullantes vientos y furiosas olas que, al estrellarse, amenazaban con lanzar a la tripulación al fondo del lago. Todos estaban aterrorizados, parecía que en cualquier memento perderían todo control y morirían. La confianza absoluta del Maestro, de poder dormir en medio de tan desesperante vendaval, desconcertó a los discípulos. Desesperados, le gritaron: “¿No te importa que nos muramos todos aquí?” Cuando las tormentas de la vida amenazan con destruirte, te preguntas si acaso le importas a Dios. A veces parece que está ausente, pero, aunque así te parezca, lo cierto es que él sigue al timón de tu vida.
Jesús se levantó calmadamente y reprendió la tormenta como si, en lugar de una tormenta, fuera un airado monstruo: “¡Calla, enmudece!” (Marcos 4:39). Inmediatamente las aguas se serenaron, transformándose nuevamente en un plácido lago. Terminó la pesadilla y los hombres, intrigados, con reverente temor se preguntaban: “¿Quién es este hombre?”. Quizá recordaron al Dios del Antiguo Testamento, quien reprendió el mar y se abrió en dos.
Andaban con el Dios de las olas y las tormentas, Yahveh, y no lo sabían. “Somos tan impotentes en esto como los discípulos para calmar la rugiente tempestad. Pero el que calmó las olas de Galilea ha pronunciado la palabra que puede impartir paz a cada alama. Por fiera que sea la tempestad, los que claman a Jesús: ‘Señor, sálvanos’ hallarán liberación” (DTG, p. 303).