Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 29 septiembre
LUEGO de hablar desde el Sinaí, presentándoles a los hijos de Israel sus diez reglas de oro para la vida, les dio muchas otras leyes que los ayudarían a vivir pacíficamente.
Hoy tenemos leyes de tránsito que nos dicen cuán rápido podemos manejar, qué hacer cuando se detiene un ómnibus escolar y cuán lejos permanecer de un carro de bomberos. Estas reglas nos ayudan a movernos con seguridad y eficiencia en las autopistas. Las leyes que Dios le dio a Israel fueron pensadas para ayudar a su pueblo a comprender cómo tratar con los problemas que surgían en el campamento.
A diferencia de los Diez Mandamientos, que eran permanentes y que se aplicaban a todos los hombres del mundo, la mayoría de estas leyes de «tránsito» no. La mayoría ha pasado de moda. Pero fueron de gran importancia en aquel tiempo, porque los israelitas habían estado viviendo como esclavos durante muchos, muchos años, y ninguno de ellos sabía cómo actuar como hombres y mujeres libres. Algunos hasta seguían creyendo en las ventajas de tener esclavos. No conocían nada mejor.
Dios tuvo que educarlos y, por eso, mediante Moisés, les enseñó una lección tras otra. Era imposible hacerlos cambiar de manera de pensar en un momento. Por eso, el Señor lo fue haciendo poco a poco.
Por ejemplo, al saber lo que algunos pensaban acerca de la esclavitud, ordenó que, si alguien compraba un esclavo, después de seis años de servicio, el esclavo «recobrará su libertad sin pagar nada a cambio».
Había también otras leyes interesantes como esta:
Si dos hombres se peleaban, y uno golpeaba al otro con una piedra o con el puño, y lo lastimaba de tal manera que el herido debía guardar cama, el que lo había lastimado debía «indemnizar al herido por daños y perjuicios». Esto era una regla justa y me imagino que habrá evitado un gran número de peleas.
«Si alguien deja abierto un pozo, o cava un pozo —decía otra de las reglas— y no lo tapa, y llegan a caerse en él un buey o un asno, el dueño del pozo indemnizará al dueño del animal, y podrá quedarse con el animal muerto».
También esto era justo, ¿no te parece?
Si un hombre ponía a pastar a su ganado en el campo de un vecino, debía restituir la pérdida dándole a su vecino «lo mejor de su cosecha».
«Si un toro cornea a otro toro, y el toro corneado muere, se venderá el toro vivo, y los dos dueños se repartirán por partes iguales el dinero y el animal muerto». Así los dos dueños quedaban satisfechos, ¿verdad?
Otro reglamento que les dio Moisés es que nunca debían aceptar obsequios con fines de soborno, porque en esos casos el regalo «nubla la vista y tuerce las sentencias justas». ¡Cuán cierto es esto!
«No opriman al extranjero'», fue otra ley muy correcta, y esta es la razón que Dios dio: «Pues ya lo han experimentado en carne propia: ustedes mismos fueron extranjeros en Egipto».
Pacientemente, día tras día, Moisés trató de enseñar al pueblo todos estos principios de conducta. Sin duda, habrán surgido muchas preguntas. Algunos preguntaban: «¿Qué haremos en este caso, y cómo resolveremos aquel pleito?» Me imagino que mediante los jefes de mil, de cien, de cincuenta y de diez trató de resolver cada problema y de enseñar al pueblo el camino correcto.
Supongo que estos reglamentos no les habrán gustado a todos. Algunos preferían seguir actuando como antes. Pero los jefes se esforzaron por hacer cumplir estas nuevas leyes y gradualmente el pueblo comprendió que valía la pena obedecerlas. Sin embargo, no debe haber sido fácil imponerlas.
Cierto día, Moisés llamó a los ancianos de Israel y les comunicó que Dios le había ordenado que volviera a subir al monte, esta vez en compañía de Josué.
—»Esperen aquí hasta que volvamos. Aarón y Jur se quedarán aquí con ustedes. Si alguno tiene un problema, que acuda a ellos».
De modo que mientras Aarón y Jur quedaban a cargo del campamento, Moisés y Josué se despidieron de los ancianos y comenzaron a ascender lentamente hacia la cumbre de la montaña.
«La gloria del Señor se posó sobre el Sinaí» y «a los ojos de los israelitas, la gloria del Señor en la cumbre del monte parecía un fuego consumidor. Moisés se internó en la nube y subió al monte».
Cuando Moisés y Josué desaparecieron, Aarón y los que estaban con él iniciaron el regreso hacia el campamento, preguntándose durante cuánto tiempo estaría ausente Moisés y qué ocurriría con él mientras estuviera allí arriba con Dios.
Él había dicho que volvería. Pero ¿podría hacerlo? ¿Era imposible que alguien saliera con vida de ese fuego devorador? ¿Qué harían si no volvía más? ¿Qué ocurriría con ese numeroso pueblo? ¿Cómo podrían llegar a Canaán sin su conducción?
No pasó mucho tiempo antes de que otros, en el campamento, comenzaran a hacer las mismas preguntas. Y a medida que pasaba un día tras otro, y no había señales de Moisés, todo el mundo comenzó a preocuparse más y más por su suerte. Una semana, dos semanas, tres semanas… pasaron cuatro semanas sin que se oyera nada de él. Y el monte seguía envuelto en la nube.
«Moisés debe haber muerto —comenzaron a decir—. Es mejor que nos volvamos a Egipto».
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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