«Una vez, Jesús estaba orando en un lugar; cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos»». Lucas 11:1, DHH
JESÚS ENSEÑÓ A ORAR a sus discípulos, y a menudo les hacía ver la necesidad de orar. No les ordenó que estudiaran libros para aprender a orar. No debían ofrecer sus oraciones a seres humanos, sino presentar sus peticiones a Dios. Les enseñó que la oración que Dios acepta es la petición sencilla y ferviente que procede del alma que experimenta su necesidad, y les prometió enviar el Espíritu Santo para que él redactara sus oraciones.
Dios nos invita a acudir a él con nuestra carga de culpa y las aflicciones de nuestro corazón. El pecado nos llena de temor a Dios. Cuando hemos pecado, procuramos ocultarnos de él. Pero no importa cuál haya sido nuestro pecado, Dios nos invita a acudir a él a través de Cristo. Podemos liberarnos de nuestros pecados únicamente llevándolos a Dios. Caín, reprochado por Dios, reconoció que era culpable de la muerte de Abel, pero huyó de Dios como si haciendo eso hubiera podido escapar de su pecado. Si hubiera acudido a Dios con su carga de culpa, habría sido perdonado. El hijo pródigo, comprendiendo su culpabilidad y desgracia, dijo: «Me levantaré e iré a mi padre» (Luc. 15: 18). Confesó su pecado y volvió junto al corazón de su padre.
Si queremos ofrecer oraciones aceptables, tenemos que realizar la obra de confesarnos mutuamente nuestros pecados. Si he faltado contra mi vecino de palabra o acción, debo confesárselo. Si él me ha agraviado, debería confesármelo. Hasta donde sea posible, el que ha agraviado a otro debe hacer restitución. Luego, arrepentido, debe confesar su pecado a Dios, cuya ley ha transgredido. Al pecar contra nuestro hermano, pecamos contra Dios, y debemos buscar su perdón. Cualquiera que sea el pecado, si nos arrepentimos y creemos en la sangre expiatoria de Cristo, seremos perdonados […] Tenemos solo un canal para llegar a Dios. Nuestras oraciones pueden alcanzarlo a través de un solo nombre, el nombre del Señor Jesús, nuestro Abogado. — The Review and Herald, 9 de febrero de 1897.
Se representa a Cristo como encorvado en su trono, inclinado hacia la Tierra para enviar ayuda a cada alma necesitada que se la pida con fe. — Carta 134, 1899.