Pero Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Mateo 17:7, RVC.
¡Cuán difícil debió ser para los tres discípulos testigos de la transfiguración de Jesús callar lo que habían presenciado! Pero no era el momento aún de contarlo a nadie, ni comprendían de qué habían sido testigos. Solo la muerte y resurrección de Cristo completarían el panorama; hasta entonces debían callar. “El hecho de que debían callarse respecto a lo sucedido hasta después de la resurrección, implica que entonces los otros discípulos estarían listos para entender, y que su fe sería fortalecida por el relato de los tres testigos presenciales de ese acontecimiento. Además, habiendo contemplado con sus propios ojos a dos hombres sobre los cuales la muerte no tuvo poder, esos tres discípulos deberían haber estado preparados para creer las palabras de Cristo acerca de su propia resurrección (Lucas 9:31) y para impartir fe y valor a sus compañeros en el discipulado” (5CBA, p. 430).
Los tres discípulos escogidos en la experiencia de la transfiguración no escucharon la entrevista entre Jesús, Elías y Moisés porque estaban dormidos. Se perdieron las palabras de consuelo que trajeron, la esperanza que el Cielo depositaba en Jesús, la salvación de la raza humana que fue el tema central de la entrevista. Su fe habría sido aún más fuerte si hubiesen escuchado las consoladoras palabras de Moisés y Elías. “Por haber dejado de velar y orar, no habían recibido lo que Dios deseaba darles: un conocimiento de los sufrimientos de Cristo y de la gloria que había de seguirlos. Perdieron la bendición que podrían haber obtenido compartiendo su abnegación. Estos discípulos eran lentos para creer y apreciaban poco el tesoro con que el Cielo trataba de enriquecerlos” (DTG, p. 392). Que el sueño no te domine de tal manera que te pierdas los eventos finales. Lo que sí experimentaron los tres discípulos aquel día fue la gloria de Jesús:
“Mientras contemplaban la nube de gloria, más resplandeciente que la que iba delante de las tribus de Israel en el desierto; mientras oían la voz de Dios que hablaba en la pavorosa majestad que hizo temblar la montaña, los discípulos cayeron abrumados al suelo. Permanecieron postrados, con los rostros ocultos, hasta que Jesús se les acercó, y tocándolos, disipó sus temores con su voz bien conocida: “Levantaos, y no temáis”. Aventurándose a alzar los ojos, vieron que la gloria celestial se había desvanecido y que Moisés y Elías habían desaparecido. Estaban sobre el monte, solos con Jesús” (Ibíd.).
¡Ya no tenían miedo del porvenir temporal porque tenían una vislumbre del porvenir eterno!