.«Sabernos que Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman, a los cuales él ha llamado de acuerdo con su propósito». Romanos 8:28, DHH
LA ESPERANZA DEL CRISTIANO no reside en el arenoso fundamento de los sentimientos. Los que obran por principio contemplan la gloria de Dios más allá de las sombras, y confían en la segura palabra de su promesa. No se les disuade de honrar a Dios, por muy tenebroso que parezca el camino. La adversidad y las pruebas solo les dan la oportunidad de mostrar la sinceridad de su fe y amor. Si su espíritu se deprime, eso no significa que Dios ha cambiado. Él «es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Heb. 13: 8). Estamos seguros del favor de Dios cuando somos sensibles a los rayos del Sol de Justicia, pero si las nubes inundan nuestra alma, no debemos creer que hemos sido olvidados. Nuestra fe se debe abrir camino a través de la oscuridad. […] Hay que tener en cuenta siempre las riquezas de la gracia de Cristo. Atesoremos las lecciones provistas por su amor. Que nuestra fe sea como la de Job, para que podamos decir: «Aunque él me mate, en él esperaré» (Job 13: 15). Aferrémonos a las promesas de nuestro Padre celestial y recordemos cómo él nos ha tratado a nosotros y a sus siervos, porque «a los que aman a Dios, todas las cosas los ayudan a bien» (Rom. 8: 28).
Las vicisitudes más difíciles de la vida cristiana deben ser las que proporcionen mayores bendiciones. Las providencias especiales recibidas en las horas lóbregas deben animar al siervo de Dios en los futuros ataques de Satanás y prepararlo para que permanezca firme en las pruebas más duras. La prueba de la fe vale más que el oro. Debemos tener una confianza en Dios que no sea perturbada por las tentaciones y los argumentos del engañador. Confiemos en la palabra del Señor. […]
La fe nos familiariza con la existencia y la presencia de Dios, y si vivimos con la vista puesta únicamente en su gloria, discernimos cada vez más la belleza de su carácter. Nuestro espíritu se fortalece en poder espiritual, ya que respiramos la atmósfera del cielo y nos damos cuenta de que Dios está de nuestro lado. […]
Debemos vivir como en la presencia del Infinito.— The Review and Herald, 24 de enero de 1888.