Porque Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo, y le guardaba a salvo; y oyéndole, se quedaba mu y perplejo, pero le escuchaba de buena gana. Marcos 6:20.
Jesús visitó su tierra, Nazaret, pero a pesar de su fama por todas partes, su propia gente no podía ver en él más que un hombre común (ver Marcos 6:2,3). Sarcásticamente preguntaban: “¿No es este el carpintero?” Para Nazaret, Jesús llegó a ser tan familiar que se convirtió en uno más; y Jesús “estaba asombrado de la incredulidad de ellos” (Marcos 6:6). Perdieron la oportunidad de ver milagros porque hicieron de lo sagrado algo común. Nazaret fue el único lugar que Jesús visitó donde no hizo ningún milagro notable, no por falta de poder, sino por la falta de fe de la gente (ver 5CBA, p. 600).
Jesús aprovechó el tiempo libre para organizar a los doce y enviarlos de dos en dos a predicar. El trabajo fue tan efectivo que pronto llegaron informes a Herodes. Temiendo que Jesús fuera una encarnación de Juan el Bautista, a quien él había mandado decapitar a pesar de su conciencia culpable, ansiaba encontrarse con el hombre cuya fama iba en aumento. Aunque Juan no había hecho los milagros que Jesús y sus discípulos hacían, era reconocido como un gran hombre, un profeta; y como dijo Jesús mismo, era el hombre más importante que había morado sobre la tierra (ver Lucas 7:28). Ahora el gobernante estaba asediado por la culpa y se llenó de miedo:
Cuando Herodes oyó hablar de las obras de Cristo, se perturbó en gran manera. Pensó que Dios había resucitado a Juan de los muertos, y lo había enviado con poder aún mayor para condenar el pecado. Temía constantemente que Juan vengase su muerte condenándole a él y a su casa. Herodes estaba cosechando lo que Dios había declarado resultado de una conducta pecaminosa: “Corazón tembloroso, y caimiento de ojos, y tristeza de alma: y tendrás tu vida como colgada delante de ti, y estarás temeroso de noche y de día, y no confiaras de tu vida. Por la mañana dirás: ¡Quién diera fuese la tarde! y a la tarde dirás: ¡Quién diera fuese la mañana! por el miedo de tu corazón con que estarás amedrentado, y por lo que verán tus ojos”. Deuteronomio 28:65-67. Los pensamientos del pecador son sus acusadores; no podría sufrir tortura más intensa que los aguijones de una conciencia culpable, que no le deja descansar ni de día ni de noche” (DTG, p. 195).
¡No hay mejor almohada que una conciencia tranquila!