Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 24 agosto
¡CUÁNTAS cosas habrán tenido para contarse Moisés y Aarón cuando se encontraron en el desierto! Deben haber hablado durante horas allí. Aarón le contó a su hermano todo lo que había pasado en Egipto desde que Moisés había debido huir de la corte del faraón, y Moisés por su parte le habló de lo que la había sucedido desde el día en que llegó a Madián hasta que se encontró con Dios ante el arbusto ardiente.
La Biblia dice que también «Moisés le comunicó a Aarón todo lo que el Señor le había ordenado decir y todas las señales milagrosas que le mandaba realizar». Mientras cambiaban ideas acerca de lo que Dios les había dicho, llegaron a la conclusión de que no les quedaba otro camino que obedecer.
Tal vez se arrodillaron allí mismo, en la ladera de la montaña, para agradecer al Señor por haberlos protegido durante los largos años que habían pasado desde la última vez que se vieran, y para rogarle que los guiara durante el futuro.
Después los dos hermanos —Moisés de ochenta años y Aarón de ochenta y tres— se encaminaron hacia Egipto, la tierra de esclavitud, tiranía y lágrimas para los israelitas. Y al caminar por esa región desierta, iban trazando planes sobre lo que iban a hacer una vez que llegaran a destino.
Primero, reunirían a los hombres más importantes de entre los hebreos y les comunicarían el mensaje de Dios. Luego, si ellos creían en lo que les dirían y confiaban en lo que el Señor había prometido, irían a ver al rey para pedirle que librara al pueblo.
Eso fue lo que hicieron. Al llegar, invitaron a los ancianos de Israel a una reunión, y en ella «Aarón, además de repetirles todo lo que el Señor le había dicho a Moisés, realizó también las señales a la vista del pueblo».
Cuando los presentes vieron cómo la vara se convertía en serpiente y la mano de Moisés se volvía primero leprosa y después sana otra vez, quedaron convencidos de que los dos hombres les contaban la verdad. Y al enterarse de que Dios había escuchado su clamor «y había visto su aflicción, los israelitas se inclinaron y adoraron al Señor».
Como te imaginarás, no pasó mucho tiempo antes de que todos los israelitas se enteraran de lo tratado en la reunión, y a medida que la noticia pasaba de boca en boca, una nueva y gran esperanza surgió en el corazón de los pobres hebreos. ¡Dios había prestado atención a sus oraciones y estaba a punto de librarlos! ¡Pronto se cumpliría la profecía que José había hecho!
Pero al día siguiente, las cosas no marcharon tan bien. Cuando Moisés y Aarón se entrevistaron con el faraón, se dieron cuenta de que no iba a ser fácil convencerlo. El rey no tenía la más mínima intención de liberar a sus esclavos. Aarón dijo: —»Deja ir a mi pueblo para que celebre en el desierto una fiesta en mi honor». —»¿Y quién es el Señor —respondió el faraón— para que yo le obedezca y deje ir a Israel? ¡Ni conozco al Señor, ni voy a dejar que Israel se vaya!»
Esta brusca respuesta del monarca los dejó desconcertados, pero peor fue lo que siguió. Cuando Moisés y Aarón le explicaron que lo único que deseaban por el momento era «hacer un viaje de tres días, hasta el desierto, para ofrecer sacrificios al Señor nuestro Dios», el faraón se puso furioso. ¡Cómo se atrevían a pedirle eso! ¡Que los esclavos le exigieran una semana de vacaciones! ¡Era inadmisible! Esto demostraba que los hebreos no estaban suficientemente ocupados. Por eso les daría más trabajo.
Ese mismo día promulgó un decreto terminante según el que no se les facilitaría más a los israelitas la paja para hacer ladrillos. Ellos tendrían que encargarse de juntarla donde pudieran y a la vez seguir fabricando la misma cantidad de ladrillos.
Al enterarse los hebreos del nuevo decreto, se sintieron desfallecer. ¿Cómo se las arreglarían para fabricar el mismo número de ladrillos si además tenían que ocupar mucho tiempo en juntar la paja? ¡Esto era imposible! Y cuando no podían lograrlo, los capataces los castigaban cruelmente, gritando: «Cumplan con su tarea diaria, como cuando se les daba paja».
La situación se volvió tan desesperada que los dirigentes de Israel se quejaron al faraón. Este se burló de ellos:
—»¡Haraganes, haraganes! —exclamó el faraón—. ¡Eso es lo que son! Por eso andan diciendo: ‘Déjanos ir a ofrecerle sacrificios al Señor».
Llamando entonces a Moisés y Aarón, los israelitas les echaron la culpa de todo lo que les estaba pasando:
—»¡Por culpa de ustedes somos unos apestados ante el faraón y sus siervos! ¡Ustedes mismos les han puesto la espada en la mano, para que nos maten! ¿Esa es la manera en que vais a libertarnos? ¡Ahora estamos en una condición peor que nunca antes!»
Con el corazón cargado de tristeza, Moisés se arrodilló para orar a Dios:
—»¡Ay, Señor! ¿Por qué tratas tan mal a este pueblo? ¿Para esto me enviaste? Desde que me presenté ante el faraón y le hablé en tu nombre, no ha hecho más que maltratar a este pueblo, que es tu pueblo. ¡Y tú no has hecho nada para librarlo!»
Moisés se sentía muy desanimado, pero Dios no lo estaba. El siempre sabe qué es lo que sucederá después.
—»Ahora verás lo que voy a hacer con el faraón. Realmente, sólo por mi mano poderosa va a dejar que se vayan; sólo por mi mano poderosa va a echarlos de su país».
Esto le parecía a Moisés muy difícil de creer, en especial después de lo que había pasado. Pero Dios prometió solemnemente siete cosas maravillosas, y le ordenó que comunicará esas promesas a los apesadumbrados israelitas:
—»Voy a quitarles de encima la opresión de los egipcios. Voy a librarlos de su esclavitud; voy a liberarlos con gran despliegue de poder y con grandes actos de justicia. Haré de ustedes mi pueblo; y yo seré su Dios… Y los llevaré a la tierra que bajo juramento prometí darles a Abraham, Isaac y Jacob. Yo, el Señor, les daré a ustedes posesión de ella».
Dios hizo siete promesas.
Moisés creyó en la palabra de Dios, pero el pueblo no. Cuando les comunicó las siete magníficas promesas, no les prestaron atención, «por su desánimo y las penurias de su esclavitud». Habían perdido toda esperanza. El futuro se les aparecía más negro que nunca. Pero, aunque ellos no querían creerlo, estaban pasando por la oscuridad que precede al amanecer.
La hora de la liberación era inminente.
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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