Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 17 agosto
LOS AÑOS pasaron uno tras otro. Moisés se casó con Séfora, una de las siete jóvenes que había conocido junto al pozo. Tuvieron dos hijos. Al primero lo llamó Guersón, que significa «destierro», pues dijo: «Soy un extranjero en tierra extraña». Y al segundo le puso por nombre Eliezer, que significa: «Mi Dios es mi ayuda». Así mostró su reconocimiento por la manera en que el Señor lo había protegido.
Cierto día, llegó hasta ese lugar apartado un mensajero con la noticia de que había fallecido el faraón que había decretado la muerte de Moisés. Esta era una novedad muy buena, pero el resto del mensaje no lo era, pues informaba que «los israelitas, sin embargo, seguían lamentando su condición de esclavos» y que la opresión parecía ser más cruel que nunca antes.
Si en un primer momento Moisés concibió la idea de volver a Egipto para ayudar a su pueblo, la abandonó en seguida. «¿Qué puedo hacer ahora por ellos? —se dijo—. Ya no tengo poder ni influencia. Si volviera, nadie me reconocería».
Moisés ahora estaba listo para admitir que no podía libertar a Israel. Años atrás, había pensado que era capaz de hacerlo. Ahora, estaba seguro de no poder hacerlo. Y cuando finalmente aprendió esta lección, Dios pudo usarlo.
Ochenta años habían pasado desde el día en que la princesa lo había encontrado dentro de la cesta, en la orilla del río. Luego de pasar la niñez en su hogar, había ocupado el resto de sus primeros cuarenta años en aprender las ciencias y las artes de los egipcios. Durante los últimos cuarenta años, había trabajado como un humilde pastor en Madián, desaprendiendo mucho de lo que le habían enseñado en Egipto.
Ya no era más un príncipe joven, orgulloso e impulsivo, sino un hombre maduro, cansado y tal vez un poco triste. Pero en verdad no debía sentir se desanimado, pues Dios no se había olvidado de él. Desde su nacimiento, el Señor lo había protegido en todo momento.
Sí, él no había desoído las oraciones de Jocabed ni de la noble decisión de Moisés de hacer siempre lo correcto sin importarle las consecuencias. Es cierto que Moisés había cometido algunos errores, pero Dios seguía considerándolo el futuro líder que guiaría a Israel hacia la libertad.
Ahora, el tiempo había llegado. Dios estaba listo, y su hombre estaba preparado. Y se encontraron, no en un palacio ni al lado de una de las pirámides, sino junto a un arbusto en el desierto.
Un día, mientras Moisés conducía sus ovejas por entre las áridas colinas en busca de un sitio para hacerlas pastar, vio algo que le llamó poderosamente la atención. Un arbusto se había incendiado, y aunque seguía quemándose, no se consumía. Atraído por el raro fenómeno, se dijo: «Qué increíble! Voy a ver por qué no se consume la zarza». En los arios que había estudiado ciencia con los mejores profesores de Egipto nunca se había mencionado algo parecido.
Pero cuando comenzó a acercarse, oyó que alguien lo llamaba por nombre:
—»¡Moisés, Moisés!»
Miró en todas direcciones. No había nadie. Le pareció estar solo en el desierto; sin embargo, no lo estaba. Alguien que lo conocía bien y que sabía su nombre estaba allí.
Volvió a oírse la misma voz:
—»No te acerques más… Quítate las sandalias, porque estás pisando tierra santa».
Entonces, Moisés se dio cuenta de que era Dios quien le hablaba. Rápidamente se quitó las sandalias e inclinó con reverencia la cabeza. Un momento antes había estado ansioso por examinar de cerca la zarza, pero ahora «tuvo miedo de mirar a Dios».
El Señor siguió hablándole:
—»Yo soy el Dios de tu padre.
Soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob… he visto la opresión que sufre mi pueblo en Egipto. Los he escuchado quejarse de sus capataces, y conozco bien sus penurias. Así que he descendido para librarlos del poder de los egipcios».
Mientras Moisés escuchaba, se emocionó al pensar en la compasión que el Señor tenía por su pueblo. Durante los últimos cuarenta años él mismo se había olvidado casi completamente de lo que ocurría en Egipto, pero Dios no.
«Pero, ¿por qué me habla a mí? —habrá pensado Moisés—. ¿Para qué habrá venido Dios a hablar conmigo en el desierto?» En seguida lo supo.
—»Dispónte a partir. Voy a enviarte al faraón para que saques de Egipto a los israelitas, que son mi pueblo».
No, eso era imposible. Una vez, hacía mucho tiempo, él había estado ansioso por libertario; pero ahora no, no se animaba a hacerlo. Tal vez hubiera ido cuando era más joven; pero ahora tenia ochenta años. Era demasiado viejo y se sentía un pastor.
—»¿Y quién soy yo para presentarme ante el faraón y sacar de Egipto a los israelitas?» —respondió.
Había perdido por completo su confianza propia. Y Dios lo sabía. Por esa misma razón, estaba en condiciones de emprender la difícil tarea que el Señor le iba a encomendar.
—»Yo estaré contigo —le respondió Dios».
No irás solo. Podrás contar con mi apoyo en todo momento.
Pero Moisés no quería ir. Se sentía completamente incapaz. Por eso comenzó a presentar excusas. Los hebreos no le harían caso; no creerían que Dios le había hablado en el desierto.
Con paciencia, el Señor fue contestando a toda las objeciones de Moisés. También le dio algunas señales para convencerlo a él mismo y para que las utilizara ante los israelitas.
—»¿Qué tienes en la mano? —preguntó el Señor.
—»Una vara —respondió Moisés.
—»Déjala caer al suelo —ordenó el Señor».
Moisés obedeció y la vara se convirtió en una serpiente. Espantado, echó a correr, huyendo de ella. «El Señor le mandó que la agarrara por la cola». Eso requería mucha valentía, pero Moisés obedeció, y la serpiente volvió a ser un cayado.
Después, el Señor hizo que la mano de Moisés se volviera blanca de lepra, y al momento ordenó que quedara sana como antes, cosa que ocurrió.
Moisés estaba verdaderamente impresionado, pero seguía sin querer ir. Pensaba que no tenía «facilidad de palabra» y no sabría qué decir.
Pero Dios no quería encargar esa tarea a otro, sino a Moisés. Sin embargo, estuvo de acuerdo en que Aarón fuera con él para que no se sintiera solo y para que hablara en su lugar.
—»Tu hermano Aarón… es muy elocuente. Además, ya ha salido a tu encuentro».
Estas eran buenas noticias. ¡Aarón vendría a reunirse con él! Hacía por lo menos cuarenta arios que no se veían. ¡Cuán bueno sería verlo nuevamente!
Lo que Moisés no sabía era que Dios ya le había dicho a Aarón: «Anda a recibir a Moisés en el desierto».
Así fue como los dos hermanos iban el uno al encuentro del otro: Moisés desde Madián y Aarón desde Egipto. ¡Imagínate: dos hermanos tratando de encontrarse en medio de un enorme desierto! ¿Podrían encontrarse en una región tan extensa y desolada?
Sí, se encontraron «en la montaña de Dios». Tan pronto como se vieron, corrieron para abrazarse y se besaron. ¡Qué feliz encuentro después de tanto tiempo!
www.meditacionesdiarias.com
www.faceboock.com/meditacionesdiariass
https://play.google.com/store/apps/details?id=com.meditacionesdiarias.mobile
https://open.spotify.com/show/7oF9U4nFuVbsX37N19PoNe
https://music.amazon.com.mx/podcasts/c98bee34-930c-4bae-baa1-558575905284/las-bellas-historias-de-la-biblia
Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
Recibe gratis nuestros matinales, cada mañana, en tu correo electrónico.
Solo ingresa tu dirección y haz clic en suscribir, luego recibirás un correo con las instrucciones para confirmar tu suscripción: