Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 15 agosto
COMO PRÍNCIPE de Egipto y orgullo de su madre adoptiva, que era la hija del faraón, Moisés tenía todo lo que un hombre joven puede ambicionar: dinero a montones, una lujosa mansión, ricas vestiduras, muchos criados, carruajes y caballos. Todo estaba a su disposición.
Gracias al lugar privilegiado que ocupaba en la corte, la gente lo adulaba constantemente y corría a cumplir de inmediato lo que él pedía. Todo esto habría bastado para hacerle perder la cabeza a cualquier chico, y hubiera sido muy raro que Moisés no tuviera una opinión bastante elevada de sí mismo y de lo que era capaz de hacer.
Al pensar en el sufrimiento de su pueblo, comenzó a idear un plan tras otro para liberarlos. «Tal vez este resulte, o quizá este otro», se decía. Sin embargo, aún debía aprender una gran lección: la liberación de su pueblo vendría mediante el poder de Dios.
Mientras tanto, en la corte nadie tenía idea de lo que Moisés planeaba. No existía la más mínima duda de su lealtad al faraón. De haberse sabido que el casi seguro heredero del rey había decidido tomar partido de los esclavos hebreos y poner fin a su servidumbre, habría habido en Egipto un revuelo y una conmoción sin precedentes.
Pero como todos ignoraban sus planes, a nadie le llamó la atención que cierto día Moisés saliera en su carruaje y se dirigiera a una región del país en que los hebreos estaban trabajando. Como siempre, al ver pasar a este hermoso príncipe, la gente sonreía y se inclinaba ante él.
Dejando atrás la ciudad, Moisés siguió avanzando hasta que se encontró en un paraje solitario del camino. En ese preciso instante, vio algo que lo puso fiera de sí. ¡Uno de los capataces egipcios estaba castigando brutalmente a un esclavo hebreo! Moisés detuvo el carruaje, bajó de él, se aseguró de que nadie lo observaba y, acercándose al matón, de un solo golpe lo dejó tendido en tierra.
El pobre hebreo, que casi no podía creer que un príncipe de la casa real hubiera golpeado a todo un capataz del rey, para defenderlo a él, corrió tan rápido como pudo a contarle a su gente lo que había sucedido. Entretanto, allí había quedado Moisés con el cuerpo del hombre a quien había matado. Para que nadie acusara a los hebreos —y menos a él— de la muerte del oficial, decidió enterrarlo en la arena.
Una vez hecho esto, emprendió el camino de regreso al palacio, sintiéndose tranquilo y feliz consigo mismo. Había comenzado bien la ejecución de sus planes. Estaba seguro de que, cuando los hebreos se enteraran de lo que había hecho —como seguramente sucedería—, se alegrarían de que por fin tuvieran en la corte a alguien que estaba dispuesto a ayudarlos. Ni siquiera se le ocurrió pensar que podrían traicionarlo. «Moisés suponía que sus hermanos reconocerían que Dios iba a liberarlos por medio de él, pero ellos no lo comprendieron así».
Satisfecho con la manera en que habían comenzado a marchar sus planes, al día siguiente salió otra vez para ver de qué manera podía ayudar a su pueblo. Esta vez encontró a dos hebreos que se estaban peleando. El más fuerte castigaba sin misericordia al más débil. Moisés se sintió sorprendido y desilusionado. ¿Cómo podría ayudar a sus hermanos de raza si ellos mismos comenzaban a pelearse entre sí?
—»¿Por qué golpeas a tu compañero?» —les dijo—. Son hermanos, ¿por qué quieren lastimarse?
Pensó que los ayudaría a amistarse y, además, le agradecerían por su buen consejo. Pero en vez de suceder eso, al tratar de separarlos, el que llevaba la mejor parte en la pelea le contestó, enojado:
—»¿Y quién te nombró a ti gobernante y juez sobre nosotros? —respondió aquél—. ¿Acaso piensas matarme a mí, como mataste al egipcio?»
Moisés se quedó paralizado. ¡Así que se sabía lo que había pasado el día anterior! Eso quería decir que había podido ocultar el cuerpo pero no su acción. ¡Este hebreo estaba enterado de la muerte del capataz! Probablemente todo Egipto conocía el hecho. ¡Hasta el mismo faraón podía haberlo oído!
Ansioso, Moisés regresó al palacio a toda velocidad. Allí se enteró en seguida de que sus temores eran fundados. Todo el mundo hablaba de él y de lo que había hecho. La noticia se había esparcido como un reguero de pólvora por todo el país: el joven príncipe Moisés había matado a uno de los oficiales del rey, porque estaba castigando a un esclavo hebreo.
Supo también que el faraón estaba muy enojado. Tal acción era imperdonable. El castigo correspondiente era la muerte. Ya se había dado la orden de apresarlo y ejecutarlo.
No sabemos bien cómo Moisés pudo escapar con vida. Sin duda algunos de sus amigos lo ayudaron. Tal vez su madre, la princesa, puso en juego su influencia para salvarlo. Lo cierto es que de alguna manera se las arregló para huir.
Le pareció que el mejor lugar para refugiarse era la tierra de Madián. Allí nadie lo conocía y podría estar seguro hasta que todo el asunto fuera olvidado.
Moisés debe haber comenzado su viaje con mucha tristeza. Mientras se alejaba de Egipto, y a medida que las pirámides se iban empequeñeciendo a la distancia, tuvo la seguridad de que nunca más volvería a ser lo que había sido. Se habían ido para siempre las comodidades del palacio. De ahora en más, estaría sería un exiliado solitario y sin hogar.
Pero lo que más le indignaba era pensar en la equivocación tonta que había cometido. Nunca debiera haber matado al capataz egipcio. Había actuado precipitadamente. Había arruinado la posibilidad de ayudar a su pueblo. ¿Quién podría liberarlo ahora?
Por fin llegó a IV adrián y se sentó junto a un pozo para descansar. Mientras estaba allí y la tarde declinaba, vio que se le acercaban siete señoritas. ¡Qué espectáculo más agradable después de tantos días de soledad!
Al conversar con ellas se enteró de que todas eran hermanas, hijas de un tal Jetro, que era un personaje importante en esa región. Mientras ellas sacaban agua para abrevar las ovejas que habían traído, aparecieron varios pastores maleducados que echaron a las siete hermanas y comenzaron a dar de beber a sus propias ovejas.
Esto fue demasiado para Moisés, que había sido educado en su hogar y en la corte para comportarse con cortesía. Con valentía, salió en defensa de las chicas y les dijo a los pastores que se comportaran. Él mismo comenzó a sacar agua del pozo para abrevar los rebaños de las hijas de Jetro. Esta era una tarea muy modesta para todo un príncipe, pero Moisés se sintió feliz de poder serles útil.
Cuando las ovejas quedaron satisfechas, las muchachas se despidieron de él y marcharon hacia su casa. Al llegar a ella, el padre les preguntó por qué habían vuelto más temprano que de costumbre,. Ellas le contestaron que habían encontrado a un caballero egipcio junto al pozo y que él no solo las había defendido, sino que también había abrevado las ovejas.
—»¿Y dónde está ese hombre? —les contestó—. ¿Por qué lo dejaron solo? ¡Invítenlo a comer!
Las siete hermanas volvieron corriendo al pozo y le pidieron disculpas a Moisés por haber sido tan descorteses con él. Los invitaron a que viniera con ellas hasta su casa. Y allí se quedó hasta que aprendió lo que el Señor quería enseñarle.
Y le llevó tanto tiempo aprender esta lección de la sabiduría de Dios como le había llevado adquirir «toda la sabiduría de los egipcios.
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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