Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 10 agosto
JOCABED se sentía muy contenta por tener a su hijo de regreso sano y salvo. Cuando se puso a pensar en lo que había sucedido poco antes junto al río, se dio cuenta de que ya no pertenecía más. Su propio pequeño niño tenía una nueva madre. Algún día, la princesa enviaría a buscarlo y nunca más se lo devolvería. No crecería para ser el hijo de Jocabed, un hebreo; sería un príncipe de Egipto.
«¿Durante cuánto tiempo podré tenerlo conmigo? ¿Por un año, por dos, por diez años?», debe haberse preguntado más de una vez. No podía saberlo. Pero desde el comienzo decidió que durante el tiempo que se le permitiera conservarlo, fueran pocos o muchos años, le daría la mejor educación posible.
Jocabed sabía que su hijo debería hacer frente a muchas tentaciones difíciles en el palacio, así que se esforzó por sembrar en su tierno corazón el amor a Dios y a los buenos principios. Le enseñó a orar y a entonar canciones de alabanza. Repetidas veces le contó la historia de la creación del mundo, de la caída de nuestros primeros padres y del plan de salvación, ese hermoso relato que había ido pasando de padres a hijos desde los días de Adán y Eva.
Con amor de madre le enseñó que Dios es santo y que espera que todos sus hijos sean buenos, puros y veraces. Que todos los que quieran sus bendiciones deben obedecer sus leyes. Le contó la historia de su pueblo y de cómo Abram había prometido que algún día los israelitas serían liberados de la esclavitud y regresarían a Canaán. También le contó cómo él mismo había sido librado providencialmente de la muerte y que ella estaba convencida de que el Señor tenía un plan maravilloso para su vida, si se mantenía fiel a él.
Los años pasaron volando. Cierto día, cuando Moisés tenía doce años, llegó el temido mensaje. La princesa deseaba tener consigo a su hijo. Debían llevarlo al palacio de inmediato.
¡Qué día triste fue aquel! La madre trataba de reprimir sus sollozos mientras empaquetaba las pocas cosas que el muchachito llevaría consigo. El padre se esforzaba por ocultar su tristeza. Miriam lloraba sin disimulo. Y Aarón estaba desasosegado, sin saber bien si sentirse triste o envidioso.
Quizá vinieron algunos soldados a buscarlo en un lujoso carruaje. No lo sé. También puede ser que Jocabed y Moisés caminaran juntos hasta el palacio. Me parece verlos aproximarse a los portales: un muchacho con la mente llena de preguntas acerca del futuro y una madre con el corazón saturado de tristeza y temor. Al llegar, se dicen el último adiós mientras prometen recordarse y seguir amándose.
Cuando los guardias llevaron al joven adentro, y las puertas se cierran detrás de él, el gran palacio debe haberle parecido un lugar muy solitario. Y aunque su nueva madre trató de ser especialmente amable, no era lo mismo. La princesa también le dio un nuevo nombre. Dijo que sería Moisés, que significa «hijo» en egipcio y «sacado» en idioma hebreo. Hasta es posible que a la noche haya llorado en silencio antes de dormirse, pensando en que, desde ese día, se vería separado para siempre de su hogar y de aquellos a quienes amaba.
Sin embargo, a la mañana siguiente nuevos intereses atrajeron su atención. Por donde mirara veía cosas nuevas y hermosas. ¡Cuán diferente era la vida en el palacio de la que había vivido en su modesto hogar hebreo!
La Biblia dice que era un muchacho «hermoso», y pronto llegó a ser el favorito de la corte. Todos lo querían. Se convocó a los mejores maestros del país para que le enseñaran. Así aprendió matemáticas, leyes, medicina, ciencias militares y muchas otras disciplinas, hasta que, con el correr del tiempo, llegó a poseer profundos conocimientos «en toda la sabiduría de los egipcios, y era poderoso en palabra y en obra».
Moisés había ido desarrollándose en todo sentido. Ya no era más un niño. Era fuerte físicamente y muy inteligente, y ya era evidente su capacidad de gran dirigente. Podía cabalgar o conducir un carruaje con destreza y valentía. A la vez, había estudiado durante años con tanto esfuerzo, que sabía mucho de la historia, la geografía y la religión de Egipto.
Toda la corte —en verdad, todo Egipto— sabía de la existencia de un joven extraordinariamente dotado, capaz de ocupar el puesto de Faraón. Moisés mismo sabía que él era uno de los herederos naturales del trono. Estaba seguro de que algún día, si lo deseaba, podía llegar a ser la máxima autoridad en Egipto.
Sin embargo, en medio de sus estudios y de su vida agitada, nunca olvidó lo que su madre le había enseñado durante la niñez. No pasaba un solo día sin que pensara en Dios y en lo que su madre le había dicho con respecto a lo que el Señor quiere de sus hijos. A medida que pasaban los años comenzó a sentirse más y más fuera de lugar en el palacio. Los principios grabados firmemente en su ser, que la vida de la corte no había podido borrar, parecían conducirlo hacia sus hermanos de sangre.
Los hebreos que estaban sufriendo más injusticias que nunca antes. Moisés escuchó los informes acerca de la manera cruel en que los esclavos hebreos eran tratados. Y más de una vez Moisés se preguntó si debía o no ir en auxilio de sus compatriotas. ¿Diría a los de la corte que él no era un egipcio y que, por el contrario, era uno de aquellos a quienes tanto despreciaban? Sabía bien que, si revelaba su secreto, perdería no solo su privilegiada posición, sino también la posibilidad de heredar el trono. ¿Qué debía hacer?
Al hablar con Dios en sus oraciones, le pidió que lo guiará para elegir el mejor camino. Y una noche tomó su decisión: prefirió «ser maltratado con el pueblo de Dios a disfrutar de los efímeros placeres del pecado. Consideró que el oprobio por causa del Mesías era una mayor riqueza que los tesoros de Egipto».*
Con el tiempo, esa noble elección llegó a ser el punto de partida de un gran cambio en la historia de Israel y del mundo.
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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