«Jesús le dijo: Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo.» Marcos 14:62
Están los que están, están los que parecen y están los que son. En el momento de la pasión, reunidos en consejo, estaban aquellos a los que les gustaba estar o les había tocado estar, pero que solo estaban. El sumo sacerdote era uno de ellos. Representaba lo más excelso de la religión judía, pero había empleado ardides para realizar un juicio ilegal. Estaban los que parecían porque simplemente no sabían reaccionar. José de Arimatea y Nicodemo eran de esos. Sentían en su corazón la inocencia del Maestro de Galilea, pero su rostro apenas si reflejaba tensión. Estaba el que, a pesar de los pesares, seguía siendo lo que era. Y Jesús era. Era porque siempre fue, desde el primer rayo de luz que rompió la oscuridad, desde la primera gota que se separó en el mar Rojo, desde el primer día que cayó el maná. Era porque era, desde la primera gota que se convirtió en rojo mosto, desde la primera imagen que contempló el ciego, desde el primer pan que alimento a la multitud. Era porque siempre será, desde la roja sangre en su costado, desde el refulgir de su resurrección, desde el pan de los discípulos de Emaús.
El sumo sacerdote tuvo la indecencia de preguntarle si era el Mesías, el Hijo del Bendito. «Bendito»; no tuvo la osadía de mencionar el nombre de Dios porque su posición no se lo permitía, pero tuvo el atrevimiento de cuestionar al mismo Dios por esa misma posición. Son cosas del estar sin ser. Y Jesús le contestó; «Yo soy,» No ocupaba un lugar por ocuparlo. No parecía y pretendía ser algo. Él era, él es.
Y nos lo sigue diciendo: «Soy yo cuando llegas cansado del trabajo y ves, en el horizonte, el carmín de una puesta de sol. Soy yo cuando todo parece sombrío y así, sin esperarlo, tienes una idea que lo cambia todo. Soy yo cuando vas muy justo para acabar el mes y hacen una oferta en el supermercado de la esquina. Estoy contigo no porque me haya tocado, sino porque quiero tocarte con mi gracia. Parezco bueno, pero es que, además, lo soy y me ilusiono cuando me imitas, aunque parezcas otra cosa. Yo soy así.»
Algún día, cuando le veamos venir en gloria y majestad, le comprenderemos totalmente. ¿No anhelas ese instante? Y después, tocaremos sus cicatrices sonrosadas, disfrutaremos del resplandor de su mirada y cenaremos con él. Vaya, sí que lo anhelo, sí.