«Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde que anda por un camino que no es bueno, tras sus propios pensamientos». Isaías 65:2, RVA15
EL SEÑOR Dios, a través de Cristo, extiende su mano durante todo el día invitando al necesitado. Recibirá a todos. Da la bienvenida a todos. No rechaza a nadie. Se gloría en perdonar al más empedernido de los pecadores. Le quitará la presa al valiente y librará a los cautivos; arrebatará el tizón del fuego. Hará descender la cadena dorada de su misericordia a las mayores profundidades de la desdicha humana y de la culpa, y levantará al alma envilecida contaminada por el pecado. Pero el ser humano debe querer aproximarse y colaborar en la obra de salvar su alma, utilizando las oportunidades que Dios le da. El Señor no fuerza a nadie. El inmaculado vestido de bodas de la justicia de Cristo está preparado para cubrir al pecador, pero si lo rechaza, debe perecer.— Carta 22, 1892.
El registro del pasado se puede borrar con la sangre de Cristo. y la página puede quedar limpia y blanca. «Vengan, vamos a discutir este asunto. Aunque sus pecados sean como el rojo más vivo, yo los dejaré blancos como la nieve; aunque sean como tela teñida de púrpura, yo los dejaré blancos como la lana» Osa. 1: 18, DHH). […]
Las palabras pronunciadas por Jesús: «Tus pecados te son perdonados» (Mat. 9: 2), tienen un inmenso valor para nosotros. Él dijo: «Llevé tus pecados en mi propio cuerpo en la cruz del Calvario». Él ve vuestras aflicciones. Su mano se posa sobre la cabeza de cada alma afligida y Jesús se convierte en nuestro Abogado delante del Padre, y nuestro Salvador. El corazón humillado y arrepentido recibirá la gran bendición del perdón. […]
Podemos repetir a otros su tierna compasión, a otros que vagan en el laberinto del pecado. Debemos revelar tiernamente a otros la gracia de Cristo que nos ha sido manifestada. El alma se llenará de gran ternura y compasión por los seres humanos que todavía están bajo el control de Satanás.
Cristo se ha de multiplicar en cada hombre y mujer que cree en él, ya que ha de vivir la vida de Cristo bendiciendo, iluminando y trayendo esperanza, paz y alegría a otros corazones.— Carta 120, 1893.