«Al encontrarme con tus palabras, yo las devoraba; ellas eran mi gozo y la alegría de mi corazón, porque yo llevo tu nombre, Señor Dios Todopoderoso». Jeremías 15:16, NVI
TUVE UN SUEÑO en el que me veía ante un grupo, * hablando con ellos de la fe y tratando de hacerles comprender que les faltaba mucho en este sentido. […] Tenían una experiencia deficiente en el conocimiento de Dios y de su Redentor. Yo procuraba mostrarles que debían ser capaces de exponer en forma inteligente las palabras de Juan: «¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Juan 1: 29), para que pudieran contemplarlo como el portador de sus pecados.
Luego se abrió ante mí la Palabra de Dios, rodeada de una luz hermosísima y sorprendente. Fueron pasando página tras página, y leí las misericordiosas invitaciones y palabras de súplica a buscar la gloria y la voluntad de Dios, y todas las demás cosas serían añadidas. Estas invitaciones, promesas y seguridades se destacaban en letras doradas. «¿Por qué no nos aferramos a ellas?», dije. Busquemos primeramente conocer a Dios antes que nada. Escudriñemos las Escrituras. Alimentémonos de las palabras de Cristo, que son espíritu y vida, y nuestro conocimiento aumentará y se expandirá. Estudiemos la Biblia. No estudiemos la filosofía contenida en muchos libros, sino la filosofía de la Palabra del Dios viviente. Otras producciones literarias tienen poca importancia cuando se comparan con esta. No introduzcamos en nuestra mente tantas cosas vulgares que no satisfacen. En la Palabra de Dios se despliega un rico banquete ante nosotros. Es la mesa del Señor, abundantemente provista, donde podemos comer y satisfacernos.
Las promesas de Dios resplandecían de manera clara y precisa, como con letras de oro. ¿Por qué, por qué no las apreciamos? ¿Por qué no están nuestros corazones llenos de gratitud y alabanza? ¿Por qué permanecemos en silencio? […] Malversamos el talento del habla.
Dediquemos el talento del buen habla a Dios en acción de gracias y regocijo, lo cual glorificará su nombre. Entreguémonos completamente a Dios. «Que la paz de Cristo reine en sus corazones […]. Y sean agradecidos» (Col. 3: 15, DHH). — Carta 47, 1898.