Las Bellas Historias de la Biblia Para el: 13 julio
AVANZANDO lentamente, Jacob y su caravana llegaron por fin a un lugar llamado Siquén. Como todos estaban cansados de viajar y el lugar era agradable, decidieron establecerse allí. Jacob compró entonces con cien monedas de plata un lote de terreno y allí estableció su campamento.
Sin embargo, las cosas no marcharon bien. Pronto sus hijos tuvieron serias dificultades con los habitantes de la ciudad y Dios le aconsejó a Jacob que siguiera avanzando hacia el sur, hasta Betel.
«Ponte en marcha, y vete a vivir a Betel. Erige allí un altar al Dios que se te apareció cuando escapabas de tu hermano Esaú», le dijo el Señor.
Era necesario que todos volvieran a pensar más seriamente en Dios. Todavía existían en el campamento algunas malas costumbres. Varios siervos de Jacob habían comenzado a interesarse en los ídolos que adoraban los habitantes de la región. Además, las mujeres y las niñas estaban usando casi tantos adornos como las paganas. Sí, todos necesitaban volver a Betel, «la casa de Dios» y «la puerta del cielo».
Entonces «Jacob dijo a su familia y a quienes lo acompañaban: ‘Desháganse de todos los dioses extraños que tengan con ustedes, purifíquense y cámbiense de ropa… Así que le entregaron a Jacob todos los dioses extraños que tenían, junto con los aretes que llevaban en las orejas».
Los buenos efectos de ese cambio pudieron sentirse durante un tiempo. Pero no mucho después sucedió algo muy triste. Raquel murió justamente cuando estaba naciendo su segundo hijo. ¡Cuán apenado se sintió Jacob! ¡Tanto que amaba a Raquel!
Poco antes de morir, Raquel le puso al recién nacido el nombre de Benoni, que significa «hijo de mi tristeza», pero Jacob se lo cambió por el de Benjamín, que significa «hijo de la mano derecha», indicando con esto cuánto esperaba del niño. Desde ese día, José y Benjamín, los dos hijos de Raquel, recibieron el cariño especial de su entristecido padre.
Ahora Jacob tenia 12 hijos varones, y deberías saber cómo se llamaban: Rubén, Simeón, Levi, Judá, Isacar, Zabulón, José, Benjamín, Dan, Neftalí, Gad y Aser.
Además de los muchachos había una niña, Dina, y probablemente otras hijas más. Era una familia muy grande. ¡Por eso Jacob necesitaba un ganado tan grande para alimentar a todos!
Todos los niños ayudaban en las tareas del campo, y pasaban mucho tiempo cuidando los rebaños de su padre. Cada uno de ellos era un pastor, un vaquero y un agricultor, todo a la vez. Me imagino cuán fuertes eran esos muchachos.
Sin embargo, José no se llevaba bien con sus hermanos ma
yores. Ellos lo consideraban «el hermanito menor» que molesta más de lo que ayuda. En cierta ocasión José le contó a su padre algunas de las cosas malas que sus hermanos hacían y decían, y ellos llegaron a saberlo. Desde entonces, evitaron su compañía, para que no contara a Jacob lo que hacían.
Debido a que José era hijo de Raquel, su padre lo favorecía más que a los otros hermanos, lo que empeoraba las cosas. Cierta vez Jacob le regaló una hermosa túnica de varios colores que lo destacaba entre todos. A raíz de esto los hermanos comenzaron a tenerle más celos. Con toda seguridad se dijeron que su padre nunca les había regalado ropa tan buena. Además, empezaron a sospechar que Jacob planeaba darle la primogenitura a José en vez de a Rubén.
Cuando José tenía 17 años, les contó a sus hermanos un sueño que había tenido. Dijo que todos ellos eran gavillas de grano en un campo cuando, repentinamente, todos los manojos se inclinaron ante su gavilla. ¡Esto no les causó ninguna gracia a sus hermanos!
Luego, les contó otro sueño. Esta vez eran el sol, la luna y 11 estrellas los que se inclinaban ante él. El nuevo sueño les gustó todavía menos a sus hermanos.
José hubiera hecho mejor en guardarse esos sueños para sí o en contárselos solo a su padre. Pero el hecho de que se los relató a sus hermanos nos muestra cuán inocente era. Tal vez creyó que ellos podrían explicarle su significado.
Sin embargo, el resultado fue que sus hermanos mayores comenzaron a odiarlo. Ellos no tenían la menor intención de inclinarse delante de ese muchachito mimado. Tan enojados estaban con él que algunos hasta pensaron en la posibilidad de matarlo.
Cierto día, cuando José tenía 17 años, sus hermanos lo vieron venir hacia ellos a través del campo y se dijeron: «Ahí viene ese soñador. Ahora sí que le llegó la hora. Vamos a matarlo y echarlo en una de estas cisternas, y diremos que lo devoró un animal salvaje. ¡Y a ver en qué terminan sus sueños!»
Justamente, mientras tramaban esto, Rubén oyó lo que decían. Y aunque a él tampoco le gustaba José, creyó que el matarlo era demasiado. Además, por ser el hermano mayor, su padre lo haría responsable de lo que le ocurriera al muchacho.
—»No lo matemos. No derramen sangre. Arrójenlo en esta cisterna en el desierto, pero no le pongan la mano encima» —dijo Rubén.
Su plan era sacarlo más tarde de allí y enviarlo de vuelta a casa. Los otros hermanos aceptaron la idea y esperaron que el muchacho llegara.
Mientras tanto José, que había caminado mucho —casi 80 kilómetros— se alegró mucho de ver las tiendas de sus hermanos a quienes había estado buscando por pedido de su padre. Cuando los encontró, se sintió tan feliz que casi se olvidó de lo cansado y hambriento que estaba.
Imagínate, entonces, cuán grande fue su desilusión al notar que lo miraban con odio y que no se alegraban por su llegada. En seguida, algunos de sus hermanos lo tomaron bruscamente, le arrancaron la preciosa túnica de colores, lo llevaron hasta un pozo que había cerca y lo arrojaron dentro de él.
José les rogó que lo sacaran, pero no lo escucharon. Y allí quedó el pobre José, sin saber lo que le iba a suceder, hambriento, cansado, con frío, atemorizado. Gritó por ayuda, pero nadie vino. Le parecía que lo iban a dejar en el pozo para que se muriera de hambre y sed.
Mientras tanto, Rubén había vuelto a su trabajo. Los demás, por su parte, empezaron a comer y a pensar en lo que podían hacer con José. Tenían un problema. Habían acordado no matar al muchacho y no podían dejarlo morir en el pozo; pero si le permitían volver a su casa, contaría a su padre cuán cruelmente lo habían tratado.
Mientras discutían, vieron que se aproximaba una caravana de mercaderes. Cuando se les acercó, descubrieron que eran ismaelitas que iban llevando productos a Egipto. Entonces a Judá se le ocurrió una idea.
«—Vendámoslo a los ismaelitas» —propuso.
¡Gran idea! Los demás estuvieron de acuerdo, porque el plan no solo los sacaba de la difícil situación en que estaban, sino que también les permitía ganar algún dinero.
Detuvieron la caravana, y comenzó el regateo. Por fin, llegaron a un acuerdo con los ismaelitas; sacaron entonces al muchacho del pozo y, a pesar de sus lágrimas y ruegos, lo vendieron por veinte monedas de plata.
Así, al poco rato de llegar al campamento de sus hermanos, el pobre José, orgullo y alegría de su padre, se vio en camino a Egipto convertido en un esclavo.
¡Cuán crueles son a veces los hermanos! Yo espero que nunca tengas ideas como estas acerca de tu hermanito o hermanita.
Pensando en lo que hicieron los hermanos de José, podemos decir que su acción fue no solo malvada sino también tonta.
Las 20 monedas de plata que cobraron no les alcanzaron para mucho, pues cada uno recibió únicamente 2 monedas y pronto las gastaron.
Pero nunca pudieron quitarse de la mente lo que habían hecho con José. Siempre estuvieron preocupados acerca de lo que les podría ocurrir si alguien descubría lo que habían hecho. Además estaba la posibilidad de que alguna vez volvieran a encontrarse con José. Y esos extraños sueños que él había tenido, ¿qué significaban?
¿Podrían haber cometido un error? Ciertamente.
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Tomado de: Las Bellas Historias de la Biblia
Por: «Arthur S. Maxwell»
Colaboradores: Norma Jeronimo & Miguel Miguel
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