«El llenará aún tu boca de risas, y tus labios de júbilo.» Job 8:21
Había trascendido a cada rincón del país del Este. En cada aldea, en cada tienda, entre los pastores de los rebaños y a las puertas de las ciudades no se hablabas de otra cosa. Job, el terrateniente que tantas riquezas poseía, lo había perdido todo. Sus hijos habían muerto en accidentes, sus inmuebles y productos habían caído en desgracia, y su mujer le había pedido el divorcio. ¿Qué habría hecho para merecerse eso?
Los comentarios llegaron a tal límite que decidieron crear una comisión para atender el asunto de Job. Tres fueron los elegidos. Por un lado estaba Elifaz, quien, como su nombre indicaba, era tan refinado como el oro puro. Como cualquier habitante de Temán, era un erudito y excelente teólogo. Le acompañaba Bildad en representación de los pueblos arameos, gentes de tradiciones arraigadas y especialistas en multitud de dioses. Tenía en especial consideración a Hadad, el dios de las tormentas, y le imitaba en intensidad cuando hablaba en público. El tercero era Zofar, representaba a aquellos nómadas de cultura popular a los que les gustan las charlas entretenidas y que son buenos conocedores de la naturaleza. Como comparsa iba Eliú, el joven aspirante a sabio. Un buen chaval a quien le gustaba ser coherente. Todos tenían algo en común, pensaban que Job había hecho algo malo.
Se sintieron perturbados cuando le vieron por primera vez. ¡A lo que había llegado este pobre hombre! Solo, sin posesiones, abandonado y con una asquerosa enfermedad de la piel. Y comenzaron su «consolación». ¿Os imagináis la escena? Estáis fatal y te llegan «amigos» a decirte que reconozcas el mal que has hecho, después de todo lo que estás pasando. Bildad, en su fogosidad, pide a Job que reconozca y que, después, volverá a reír y tener alegría. Eso le hizo poca gracia.
Hay veces que, en nuestros estereotipos religiosos, no vemos a las personas y pensamos que estamos en condiciones de evaluar e imponer. Así no funciona la cosa. La atribución de juzgar solo es de Dios, que es el único que puede compensar el error con Gracia.
Ante los pésimos chistes de sus amigos, Job respondió: «Yo sé que mi Redentor Vive» (Job 19:25). Se apartó de sus gracietas y se aferró a la Gracia. ¡Qué grande! Ante las singracias de este mundo, ante las incomprensiones y etiquetas, existe una vía que supera a todas: confiar en el Señor.