“El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno parezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”. 2 Pedro 3:9
Un general estadounidense apellidado Taylor se encontró con su destino el día en que enfrentó a un ejército enemigo cuatro veces más grande que el suyo. Las fuerzas mexicanas del general SantaAnna amenazaban con destruir sus tropas. Aunque el ejército enemigo era mucho más numeroso, Taylor se las ingenió para superar en estrategia a su adversario, y ganó una decisiva victoria en la batalla de Buenavista.
Así se convirtió en héroe nacional de su patria. Cuando se retiró a su plantación cerca de Baton Rouge, comenzó a recibir muchísimas cartas de felicitaciones. Al principio, Taylor apreciaba este tipo de correspondencia, pero pronto se le hizo difícil manejarla. Muchas de las cartas destinadas a él venían con franqueo insuficiente y comenzaron a apilarse en la oficina de correos.
Por último, el general Taylor decidió declinar el recibo de toda nueva correspondencia. El administrador de correos local tuvo que mandarlas, de ahí en adelante, a la oficina de cartas no reclamadas, con sede en Washington.
Esto podría haber significado el fin de la historia y de la carrera de Taylor, de no ser por la visita fortuita de un viejo amigo. Este hombre le preguntó de pronto si había recibido una carta muy importante, procedente de Filadelfia. El general no había recibido ninguna carta en esos días, pero su amigo lo persuadió a ponerse en contacto con el correo para pedirles que le enviaran la carta en cuestión.
Así fue cómo el general Zacharías Taylor recibió, por fin, la invitación para asistir a la convención política en Filadelfia, donde habrían de nominarlo como candidato a la presidencia de su país. Taylor se convirtió en el duodécimo presidente de los Estados Unidos de América, aunque casi perdió el llamado.
La más asombrosa invitación extendida jamás al ser humano es la de Cristo mismo, pidiéndole acompañarlo por la eternidad; pero es posible perderla. Estoy convencido de que la gente descuida la salvacion más de lo que la rechaza. El autor de la carta a los Hebreos da a entender lo mismo. “¿Como escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande?” (Heb. 2:3). Sea que se dé cuenta o no, uno puede descuidar la salvación. Ésta entraría mucho más que nuestra respuesta inicial al llamado de Cristo. Cada día, él nos invita a seguirlo.
Envía su Espíritu a nuestros corazones y nos urge a servirlo. Y cada día, nos insta ejercer nuestro libre albedrío, a elegir responder a su amoroso reclamo del modo en que lo hicimos la primera vez. ¿Por qué no decirle de nuevo: “Señor, aceptó tu invitación Soy tuyo… tuya… hoy”?