“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí son hechas nuevas”. 2 corintios 5:17
La historia de Sam Tannyhill —convicto condenado a muerte en los EE.UU.— es una muestra del poder de la Palabra de Dios para cambiar por completo la vida. Su infancia estuvo lejos de ser ideal. Desde el divorcio de sus padres, a sus cinco años de edad, pasó por doce hogares, de los que salió cada vez más desorientado. A los diez años inició su carrera delictiva, cometiendo ofensas menores —hurto de artículos baratos en las tiendas y entrada ilegal en propiedades privadas—, pero pronto pasó a mayores.
Con el tiempo, acusado de falsificación, cayó en la cárcel. Tras cinco años de encierro, quedó libre, pero a las dos semanas de haber obtenido su libertad, asalto un pequeño restaurante de Ohio, obligo a una mesera a subirse a su auto, y abandonó la ciudad. Al día siguiente, las autoridades hallaron el cuerpo inerte de la joven, ferozmente golpeado.
Sam fue capturado y condenado a morir en la silla eléctrica. Mientras estaba en la cárcel, recibió la visita de un grupo de cristianos. Uno de ellos le entregó una Biblia, que su propio hijo de nueve años le había regalado. Al hacerlo, le dijo:
“Mi hijo dice que puede quedarse con ella, siempre y cuando la lea’.
Aunque al principio Sam no se sentía con deseos de leerla, un día —de puro aburrimiento— decidió hacerlo, y pronto se sintió absorto en sus páginas. Dejemos que él mismo nos cuente cómo fue su viaje espiritual:
“Comencé con el Evangelio según San Mateo y leí todo lo que llaman el Nuevo Testamento. Era un condenado a muerte, un asesino, pero leí en la Biblia acerca de gente como yo, gente que vivía al margen de la ley. Me sentía perplejo. . . Quería conseguir la paz mental que este Dios parecía regalar, pero, ¿Cómo podría pedírsela? ¿Escucharía el, realmente, a cualquiera que le hablara? ¿Le contestaría a alguien que nunca antes había sabido de él?
“Procuré orar pero sentía que mis oraciones no pasaban de las paredes de mi celda. Oraba por ayuda, pero a la vez me aferraba al mundo con todas mis fuerzas. No sabía ya qué hacer. Seguí orando. Durante tres días me sentí el hombre más miserable de la tierra.
Sobre mis rodillas confesó todo lo malo que recordaba haber hecho y le pedí a Dios que me perdonara, y que si me había olvidado de algún pecado, o de varios, también los añadiera a la lista, y que tuviera de mí misericordia, porque también era culpable de ésos.
‘Después sentí algo maravilloso, ¡y ganas de decírselo a todos! Sí, sentí el Espíritu de Dios derramando su amor en mi corazón y en mi vida. Ahora estoy a la espera de mi ejecución, pero me siento más libre de lo que jamás estuve en las calles. . . No temo morir. Para mí, la muerte es un paso más cercade Jesús”.
Cristo acepta aun a los seres humanos desesperados, cargados de pecado. Todavía dice: “Al que a mi viene, no le echo fuera”. (Juan 6:37).