«En realidad, nuestra vieja naturaleza quedó sepultada con Jesús en el bautismo. Y así como Dios el Padre, con su poder glorioso, lo volvió a la vida, también así a nosotros nos levantó para que viviéramos una nueva huida». Romanos 6:4, NBV
EL PECADOR ARREPENTIDO, que da los pasos necesarios requeridos en la conversión, conmemora con su bautismo la muerte, sepultura y resurrección de Cristo. Desciende al agua a la semejanza de la muerte y sepultura de Cristo, y sale de las aguas a la semejanza de su resurrección: no para volver a la vieja vida de pecado, sino para vivir una nueva vida en Cristo Jesús.— The Spirit of Prophecy, t. 3, p. 204.
El que había dicho: «Pongo mi vida para volverla a tomar» (Juan 10: 17), salió de la tumba a la vida que estaba en él mismo. Murió la humanidad, no murió la divinidad. En su divinidad, Cristo poseía el poder de romper las ataduras de la muerte. Declara que tiene vida en sí mismo para resucitar a quien quiera.
Todos los seres creados viven por la voluntad y el poder de Dios. Son recipientes de la vida del Hijo de Dios. No importa cuán capaces y talentosos sean, no importa cuán amplias sean sus capacidades, son provistos con la vida que procede de la Fuente de toda vida. Él es el manantial, la fuente de vida. Solo el único que tiene inmortalidad, que mora en luz y vida, podía decir: «Tengo poder para ponerla [mi vida] y tengo poder para volverla a tomar» (vers. 18). […] Cristo fue investido con el derecho de dar inmortalidad. La vida que había depuesto en su humanidad, la tomó de nuevo y la dio a la humanidad. […]
Cristo llegó a ser uno con la humanidad, para que la humanidad pudiera llegar a ser una en espíritu y en vida con él. En virtud de esa unión, en obediencia a la Palabra de Dios, la vida de Cristo llega a ser la vida de la humanidad. Él dice al penitente: «Yo soy la resurrección y la vida» (Juan 11: 25). La muerte es considerada por Cristo como un sueño: silencioso y oscuro sueño. Habla de ella como si fuera de poca importancia. «Todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (vers. 26). «El que guarda mi palabra nunca sufrirá muerte» (Juan 8: 52). «Nunca verá muerte» (vers. 51). Y para el creyente la muerte reviste poca importancia. Para él morir no es sino dormir: «También traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él» (1 Tes. 4: 14).— Mensajes selectos, t.1, pp. 354-356.