“Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño”. Salmos 32:1,2
A fines de la década del sesenta, las noticias en los Estados Unidos se enfocaban mayormente en los soldados que regresaban de Vietnam; pero por entonces, también regresó un veterano de otra guerra. Se trataba de un soldado de la Segunda Guerra Mundial, japonés, que durante 25 años había permanecido escondido en las montañas, en Filipinas. Cuando lo rescataron, este hombre de rostro demacrado y patente fragilidad, vestido aún con su uniforme hecho jirones, parecía más un espectro que un ser vivo. Durante aquellos 25 años había vivido inmerso en el temor, vagando en la jungla, totalmente aislado de la civilización y sin saber que la guerra había terminado. Al momento de su rescate, apenas podía creer que lo que le contaban fuera cierto. ¡Hasta llegó a pensar que las buenas noticias que le daban eran sólo un ardid más del enemigo!
Hoy, hay también almas encarceladas que viven en la mazmorra de la incredulidad, cargando el peso de sus culpas sin saber que la guerra…ya ha pasado! Jesús ya ha liberado a sus cautivos!
Las culpas no resueltas son nocivas para nuestra salud física, mental y espiritual. Como piedrecillas en los zapatos, rozan y lastiman la conciencia, a menos que nos deshagamos de ellas.
Hay tres clases de culpa: la que nace de la sensación de no haber alcanzado las metas propias o las expectativas ajenas; la que surge de la convicción de haber fallado en las relaciones personales, por haber dicho o hecho› algo que ha ofendido a alguien; y, naturalmente, la que se vive al comprender que uno ha pecado contra Dios, al violar su ley.
Yo conceptúo estos tres tipos de culpa como culpa psicológica, culpa relacional y culpa moral. La culpa psicológica es la que se experimenta al no alcanzar las metas propias o las expectativas ajenas. La culpa relacional es la que se siente cuando se deteriora o se rompe la relación con alguien que a uno le importa. Y la culpa moral se sufre cuando uno viola su propia conciencia, al quebrantar la ley de Dios. El pecado conlleva culpa.
Jesús es la respuesta a cada uno de estos tres tipos de culpa. Él es nuestra perfección. En mi caso, cuando no logró cumplir las normas inalcanzables que me he puesto, confío en él. Él es también mi consuelo, cuando siento que he lastimado a alguien con mis palabras o mis actos. Le ruego que me dé la gracia de pedir perdón. Cuando mi corazón me condena por haber quebrantado la ley de Dios, me arrodillo y oro, en confesión y arrepentimiento.
Cuando seguimos estos tres pasos, la culpa se disipa. Jesús libera de culpa a los cautivos: reemplaza nuestra culpa con su perdón, la acusación con la aceptación, y la condenación con su misericordia.