Tú, enemiga mía, no te alegres de mí, porqué, aunque caí, me levantaré; aunque more en tinieblas, Jehová será mí luz.
MIQ. 7:8
El 17 de mayo de 1824. Un virtuoso compositor dirigió la primera presentación de su Novena Sinfonía en un teatro vienés. El concurrido auditorio recibió con entusiasmo el programa, y el hombre volcó tanta vehemencia en su obra que le transmitió pasión y heroísmo. Al final de uno de los movimientos, la audiencia estalló en un aplauso atronador; pero el conductor permaneció imperturbable, de espaldas al público,
ojeando las páginas de su partitura. Sólo cuando la contralto llamó su atención a la audiencia, tirándole de la manga de su traje, Ludwig van Beethoven, totalmente sordo, se dio vuelta y se inclinó reverente.
Él no podía oír los aplausos, como tampoco una sola nota de la sinfonía que estaba dirigiendo, pero se la sabía de memoria y la transmitía gloriosamente.
Beethoven tenía buenas razones para disfrutar de esa noche inolvidable En cierto modo, su sinfonía representaba su respuesta al pasado: crear belleza a partir de su propio dolor. Quizá recordara alguna escena de entonces. Tal vez aquella noche, casi de madrugada, cuando mientras dormía plácidamente en su cama, su padre irrumpió a los tumbos en su cuarto con otro amigo ebrio, y lo obligó a levantarse y tocar el piano por horas, para entretenerlos.
El padre de Ludwig era duro y cruel con su hijo. Uno de los amigos de infancia de Beethoven contó que el padre del músico solía obligarlo a golpes a tocar el piano. Algunos creen Luc la posterior sordera del músico pudo haberse debido, siquiera en parte, a los maltratos que recibiera de niño. Su música no es, en su totalidad, dulce y ligera. Es también estruendosa e impaciente. Beethoven tuvo oportunidades y razones de sobra para guardar encono y resentimiento, pero encontró una manera mejor de expresar su sentir. Al transmitir a través de su música, convirtió en un don las experiencias amargas de su vida.
El Dios de los cielos es más que capaz de iluminar aun los rincones más oscuros de nuestras vidas. La luz de su amor penetra y traspasa las tinieblas más densas de nuestro dolor. Su luz nos libera de la oscuridad.
Cuando nos sentimos quebrantados por la tristeza y el pesar, Dios nos levanta. Esta junto a nosotros, cuando tropezamos o trastabillamos. Nuestra caída puede deberse a nuestros propios errores o a decisiones ajenas. Una familia disfuncional, un jefe opresivo, la traición de un amigo, la enfermedad, las deudas… Estas cosas pueden deberse, sin duda, abrumarnos y hacernos caer, pero aun así la Palabra de Dios sigue en pie. El profeta Miqueas arrima: “Tu, enemiga mía, no te alegres de mí. Aunque caí, me levantare” (Miqueas 7:8). En la fortaleza de Dios, también nosotros podemos levantarnos y regocijarnos hoy.