«Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia». Juan 10:10
CADA MOMENTO DE NUESTRA VIDA es intensamente real. La vida no es un juego; está llena de solemne importancia, cargada de responsabilidades eternas. Cuando veamos la vida desde este punto de vista, nos daremos cuenta de nuestra necesidad de ayuda divina. Sentiremos la fuerte convicción de que una vida sin Cristo es una vida de completo fracaso; pero si Jesús habita en nosotros, viviremos para un propósito. Comprenderemos entonces que, sin el poder de la gracia y el Espíritu de Dios, no podemos alcanzar la elevada norma que él ha colocado delante de nosotros. Hay una divina excelencia de carácter que hemos de alcanzar y, al esforzarnos por llegar a la norma del cielo, los incentivos divinos nos impelerán hacia delante, la mente se equilibrará y la intranquilidad del alma se desvanecerá en el reposo en Cristo.
Con cuánta frecuencia nos relacionamos con gente que nunca es feliz; no puede disfrutar del gozo y la paz que da Jesús. Hay quienes profesan ser cristianos, pero no cumplen con las condiciones necesarias para que se efectúe la promesa de Dios. Jesús dijo: «Vengan a mí […]. Lleven mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para su alma; porque mi yugo es fácil, y mi carga es liviana» (Mat. 11: 28-30, RVC). La razón por la que muchos están intranquilos es porque no están aprendiendo en la escuela del Maestro. El sumiso y abnegado hijo de Dios comprende por experiencia propia lo que es tener la paz de Cristo.— The Review and Herald, 22 de septiembre de 1891.
Las mejores cosas de la vida: la sencillez, la honradez, la fidelidad, la pureza y la integridad incontaminada, no se pueden ni comprar ni vender. Se dan gratuitamente para el analfabeto o el culto, para el blanco o el negro, para el pobre y para el rey en su trono. […]
En el campo de la vida todos estamos sembrando semillas. Así como sembramos, cosechamos. Los que siembran el amor propio, la amargura, los celos, cosecharán una cosecha semejante. Los que siembran el amor desinteresado, la amabilidad, la tierna consideración por los sentimientos de los demás, tendrán una cosecha valiosa.— Carta 109, 1901.