«Traigan a todo el que me reconoce como su Dios, porque yo los he creado para mi gloria. Fui yo quien los formé». Isaías 43:7, NTV
NUESTRA VIDA ES DEL SEÑOR y está revestida de una responsabilidad que no comprendemos plenamente. Las hebras del yo están entretejidas en la trama, y esto ha deshonrado a Dios.
Nehemías, después de haber ganado tanta influencia sobre el monarca en cuya corte vivía y sobre su pueblo en Jerusalén, en vez de alabar sus propios excelentes rasgos de carácter, su notable aptitud y energía, presentó el asunto tal como era. Declaró que su éxito se debía a la bondadosa mano de Dios que estaba sobre él. Acariciaba la verdad de que Dios era su salvaguardia en cada puesto de influencia. Alababa el poder habilitante de Dios en cada rasgo de carácter por el cual había obtenido favor. […]
Necesitamos comprender plenamente que toda influencia es un valioso talento que ha de usarse para Dios. […] Debemos apreciar todas las capacidades que tenemos, porque es capital que hemos recibido prestado y que debemos mejorar para la gloria de Dios. […] En los seres humanos, existe la tentación constante de considerar que cualquier influencia que hayan ganado es el resultado de algo valioso que hay en ellos mismos. El Señor no puede actuar con los tales, ya que él no le dará a cualquier ser humano la gloria que pertenece a su nombre. […] Él convierte en su representante al siervo fiel y humilde: el que no se ensoberbecerá, ni pensará de sí más elevadamente de lo que deba pensar. La vida de tal siervo será dedicada a Dios como un sacrificio vivo, y esa vida será aceptada, usada y sostenida. Dios anhela hacer sabios a los seres humanos con su propia sabiduría divina, para que esa sabiduría pueda ser ejercida para provecho de Dios. Él se manifiesta a sí mismo mediante el consagrado y humilde obrero. […]
Debemos emplear cada facultad que nos ha sido confiada como un sagrado tesoro que ha de usarse para impartir a otros el conocimiento y la gracia recibidos. Así responderemos al propósito para el cual Dios nos las dio. El Señor requiere que sumerjamos el yo en Jesucristo y que dejemos que toda la gloria sea para Dios.— Carta 83, 1898.