«Dijo entonces el Señor: «Ellos serán para mí un tesoro muy especial. Cuando llegue el día en que yo actúe, los perdonaré, corno perdona un padre al hijo que le sirve»». Malaquías 3:17, RVC
EL REINO DE LOS CIELOS es representado por un mercader que «busca buenas perlas, y al hallar una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía y la compró» (Mat. 13: 45, 46).
Esta parábola tiene un doble significado, y se aplica no solo a los seres humanos que buscan el reino de los cielos, sino a Cristo que busca su herencia perdida. Por la transgresión, los seres humanos perdieron su santa inocencia y se hipotecaron a Satanás. Cristo, el unigénito de Dios, se comprometió por la redención de los seres humanos, y pagó el precio de su rescate en la cruz del Calvario. Dejó los mundos no caídos y la compañía de los santos ángeles del universo celestial, pues no podía estar satisfecho mientras la humanidad estuviera alejada de él. El Mercader celestial pone a un lado su manto y corona reales. Aunque es el Príncipe y Comandante de todos los cielos, toma sobre sí la vestidura de la humanidad, y viene a un mundo que está malogrado y marchitado con la maldición, para buscar la perla perdida, para buscar a los seres humanos caídos por la desobediencia. […]
Encuentra su perla enterrada en la basura. El egoísmo invade el corazón humano y está atado por la tiranía de Satanás. Pero él saca el alma de las tinieblas para mostrar las alabanzas de Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Entramos en una relación de pacto con Dios, recibimos el perdón y encontramos la paz. Jesús encuentra la perla de la humanidad perdida y la vuelve a colocar en su propia diadema. […]
Él dijo: «Yo soy la luz del mundo» (Juan 8: 12). Está dispuesto a inspirar con esperanza al más pecaminoso y degradado. Dice: «Al que a mí viene, no lo echo fuera» (Juan 6: 37). Cuando un alma encuentra al Salvador, este se regocija como un mercader que ha hallado su perla preciosa. Por su gracia obrará en el alma hasta que sea como una joya pulida para el reino celestial. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3: 16, NVI) — The Youth’s Instructor, 10 de octubre de 1895.