«Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase.» Génesis 2:15
AQUELLOS primeros días que Adán y Eva pasaron en el jardín del Edén deben haber sido sumamente felices. No envían ninguna preocupación en el mundo. Ni una sola. ¡Qué bien se sentían! ¡Qué fuertes que eran y cuánta salud irradiaban! No sabían lo que significaba la enfermedad. Nunca tuvieron un dolor de cabeza ni un dolor de muela. Día tras día, se despertaban de un sueño apacible, tan frescos como margaritas, preparados para cualquier cosa.
La vida era un espléndido picnic. Su trabajo era tan placentero y fácil, que era como jugar, porque todo lo que Dios les pedía que hiciesen en su precioso jardín era cultivarlo y cuidarlo. No había malezas, ni espinas, ni cardos que los molestaran. Ni siquiera tenían que pasarse largas horas levantando edificios ni confeccionando ropa. El clima era tan cálido y agradable que no necesitaban nada de eso.
En cuanto a la comida, por todas partes había las mejores frutas, nueces y granos, ricos en vitaminas vivificantes. Podían tener todo lo que quisieran con solo recogerlo. ¡Así que no tenían que cocinar ni lavar!
Así era el primer hogar del hombre: inefablemente hermoso, tranquilo y feliz. Y Adán y Eva todavía podrían estar viviendo allí si no hubiesen cometido un triste error.
Ese error, que parecía tan pequeño y sin importancia en ese momento, demostró ser el momento decisivo de su vida. Después de eso, nada volvió a ser igual.
Sucedió así: Un día Eva salió a pasear sola por el jardín. Quería echarle otro vistazo a los dos espléndidos árboles en medio del huerto, con toda esa fruta hermosa y de colores brillantes.
¿Por qué Dios le había puesto el nombre tan peculiar de «el árbol del conocimiento del bien y del mal» a uno de ellos?, se preguntaba. ¿Qué era el «mal»? Y ¿por qué no debía comer de esa fruta? ¿Cómo podría ser que le hiciese daño?
Parecía extraño que Dios, después de dar tanto, no diera todo. ¿Por qué se reservó un árbol? Pero Eva no tenía intención de desobedecerle, no en ese momento. Sin duda, se decía, Dios les explicaría todo algún día. Probablemente habría una buena razón.
Al desviar la mirada, quizá para volver a mirar el precioso «árbol de la vida», se sobresaltó al oír que alguien le hablaba.
¿Quién podría ser? Las únicas voces que había oído hasta ahora habían sido la voz de Dios y la voz de Adán. Ahora, alguien más estaba hablando. Asombrada, miró para uno y otro lado, pero no vio a nadie. Entonces percibió que la voz provenía de la serpiente.
¡Qué extraordinario! ¡Un animal que podía hablar! Esperó a ver si volvía a hablar.
Y así fue; y su voz era tan amistosa y placentera, que cualquier temor que pudiera haber tenido se disipó. Después de todo, era algo lindo que alguien más le hablara, aunque solo fuese una serpiente.
¿Quién era esta serpiente? Y ¿por qué era capaz de hablar?
La Biblia nos cuenta que era «Diablo y Satanás, y que engaña al mundo entero».* Conocido anteriormente como Lucifer, el portador de luz, en su momento había sido el líder de los ángeles del cielo; pero se rebeló contra Dios, y fue echado del cielo. Entonces sucedió que vino a esta tierra para vengarse de Dios al tratar de arruinar sus planes para la felicidad del hombre.
Por supuesto, Eva no sabía todo esto, no en ese momento. Si lo hubiese sabido, seguramente no lo ha habría escuchado. Todo lo que sabía era que aquí había una criatura del todo inusual que le hablaba con voz bondadosa y agradable.
Y la serpiente le dijo:
—»¿Es verdad que Dios les dijo que no comieran de ningún árbol del jardín?»
—Sí —respondió Eva, inocentemente—. Así es. «Podemos comer del fruto de todos los árboles —respondió la mujer—. Pero, en cuanto al fruto del árbol que está en medio del jardín, Dios nos ha dicho: `No coman de ese árbol, ni lo toquen; de lo contrario, morirán’ «.
—»¡No es cierto, no van a morir!» —dijo la serpiente en tono bromista, como si fuese improbable que ocurriera algo por el estilo.
¡Qué extraño!, debe haber pensado Eva. ¡Esta criatura en rea-lidad está contradiciendo a Dios! ¿Cómo se atreve? No tiene razón.
Ella debiera haber huido de la escena para contarle a Adán y a Dios lo que había ocurrido. Pero no lo hizo. Se quedó. Escuchó. Y aquí cometió su primer error. ¡Y cuánta tristeza causó eso! ¡Qué precio hay que pagar por coquetear con el mal!