“Compra la verdad, y no la vendas; la sabiduría, la enseñanza y la inteligencia”. Proverbios 23:23
Cierto hombre haitiano decidió vender su casa por $2.000. Un conocido tenía interés en comprársela, pero era pobre y no podía pagar la suma requerida. Tras negociar y regatear un buen rato, el propietario aceptó finalmente vender su casa por la mitad del precio estipulado, siempre cuando el pudiera quedarse como dueño de un clavo pequeño que sobresalía por encima de la puerta. Pasaron los años, y un día el propietario original regresó a la casa con la idea de volver a comprarla. Pero el nuevo dueño no tenía interés en venderla. Entonces, el propietario anterior decidió colgar un perro muerto en el clavo de la casa que todavía le pertenecía.
Pronto fue prácticamente imposible seguir viviendo en la casa. El olor del perro muerto era inaguantable, y la familia nueva no tuvo más remedio que vender la propiedad al dueño del clavo.
Si el diablo tiene un clavo en el cual colgar sus tentaciones en nuestro corazón, puede tomar fácilmente posesión de nuestras vidas. Si le damos lugar, hará hasta lo imposible por destruirnos. Consideremos, si no, el caso de Caín. Él se dejó llevar por su enojo, y éste lo condujo a la violencia que lo instó a asesinar a su propio hermano. En su caso, el enojo fue ’el clavo que Satanás usó para colgar su prenda de violencia.
No por nada dice la Escritura: “Si os enojáis, no pequéis. No se ponga el sol mientras estáis enojados, ni deis lugar al diablo” (Efe. 4:26, 27).
Le damos lugar al diablo cuando transigimos, permitiéndole gobernar nuestras acciones, cuando atesoramos el pecado en nuestro corazón. Le damos lugar cuando fracasamos en tratar como corresponde el pecado que Dios señala en nosotros, y excusamos y justificamos nuestra conducta pecaminosa.
La transigencia es mortal no sólo por lo malo o lo equivocado del acto o de la conducta en sí, sino porque cada vez que se transige con el mal, el diablo adquiere otro clavo donde colgar más tentaciones. La única solución a la transigencia consiste en asumir la actitud de Jesús, cuando proclamó gozosamente: “Yo hago siempre lo que a él le agrada” (Juan 8:29).
El gozo de Jesús consistía en agradar al Padre. Su objetivo era hacer la voluntad de Dios. Su mayor ambición consistía en proporcionar gozo al corazón del Padre mediante su obediencia a Dios. Resistió firmemente todos los intentos del maligno de colocar un clavo en su corazón. Permítanos hoy que Jesús use el martillo de la verdad para arrancar cualquier clavo que el maligno haya puesto en nuestro corazón.