“Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿o quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porqué él es como fuego purificador. Malaquías 3:2
Años atrás, la caída de fuego en el parque nacional Yosemite era una de las atracciones más famosas de los Estados Unidos.
En las noches de verano, los turistas de todo el mundo se reunían debajo del Glacier Point para ver el impresionante espectáculo. A las nueve en punto, una voz resonaba en todo el campamento:
—¡Que caiga el fuego!
Y a tres mil pies de altura, por encima del valle, otra contestaba:
¡Cae el fuego!
Entonces, en la oscuridad de la noche, las ascuas llameantes eran lanzadas por el precipicio como una cascada, sobre la pared vertical de granito blanco de la montaña. Nadie que alguna vez haya visto aquellas imponentes caídas de fuego podrá olvidarías jamás.
En las Escrituras, el fuego simboliza la presencia de Dios. Cuando uno se encuentra ante la presencia ardiente de Dios, su vida cambia para siempre. Moisés entró a la presencia de Dios en la zarza ardiente (Éxo. 3:2-6). Los sumos sacerdotes experimentaban la presencia de Dios entre los que rubines, en el Lugar Santísimo del santuario terrenal (Éxo. 25:22d. Cuando Elías desafió a los profetas de Baal en el monte Carmelo, “cayó fuego de Jehová’ consumió todo: “el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja. Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios” (1 Rey. 18:38, 39).
El fuego de Pentecostés convirtió a Pedro en un poderoso proclamador del evangelio. Más de tres mil personas se bautizaron en un día en un mismo lugar. El fuego descendió de tal manera sobre los primeros creyentes que “crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente” (Hech. 6:7). Los discípulos revolucionaron el mundo de su época. El poder del Espíritu no solo los transformó a ellos, sino también a sus familiares, a sus amigos y a sus comunidades.
Dios anhela derramar su fuego otra vez. Ansía consumir la escoria del pecado en nuestros corazones, para que el fuego de su presencia pueda iluminar el mundo. Anhela ver el día en que el mundo se inflame con su amor. Sucedió en el Pentecostés, y sucederá otra vez ¡Oh, Dios, derrama tu fuego!