MUCHOS PASAN LARGOS AÑOS en las tinieblas y la duda, debido a que no sienten como quieren. Pero el sentimiento no tiene nada que ver con la fe. Esa fe que obra por el amor y purifica el alma no es cuestión de impulso. Se arriesga a salir, basada en las promesas de Dios, creyendo firmemente que lo que él ha dicho es capaz de realizarlo. Nuestras almas deben ser enseñadas a creer, a confiar en la Palabra de Dios. Esa palabra declara que «el justo vivirá por la fe» (Rom. 1:17), y no por el sentimiento.
Desechemos todo lo que sea parecido a la desconfianza y a la falta de fe en Jesús. Comencemos una vida de confianza sencilla e infantil, no confiando en los sentimientos, sino en la fe. No deshonremos a Jesús dudando de sus preciosas promesas. Él quiere que creamos en él con fe inconmovible.— Mente carácter y personalidad, t. 2, cap. 58, pp. 180, 181.
Hay una clase de personas que dicen: «Yo creo, yo creo», y reclaman todas las promesas que se dan bajo la condición de la obediencia; pero no hacen las obras de Cristo. Dios no es honrado por esa clase de fe. Es espuria. Otra clase de personas tratan de guardar todos los mandamientos de Dios, pero muchas de ellas no se ponen a la altura de su exaltado privilegio reclamando las promesas que les fueron dadas. Las promesas de Dios son para aquellos que guardan sus mandamientos y obran lo que es placentero para él.
Yo encuentro que cada día debo pelear la buena batalla de la fe. He de ejercer toda mi fe, y no confiar en los sentimientos; debo obrar como si supiera que el Señor me oye, y que contestará mis pedidos y me bendecirá. La fe no es un vuelo feliz de los sentimientos; es simplemente confiar en la Palabra de Dios, creyendo que él cumplirá sus promesas porque ha dicho que lo haría.— Carta 49, 1888.
Esperemos en Dios, confiemos en él y en sus promesas, ya sea que nos sintamos felices o no. Una buena emoción no es una evidencia de que seamos hijos de Dios, ni tampoco los sentimientos que producen aflicción y preocupaciones son una evidencia de que no somos hijos de Dios. Acudamos a las Escrituras y recibamos inteligentemente la Palabra de Dios como él la ha dicho. Cumplamos con las condiciones y creamos que él nos aceptará como sus hijos. No seamos faltos de fe, sino creyentes.— Carta 52, 1888.