Jesús a menudo estaba cansado del trabajo incesante, de la abnegación y del sacrificio propio que hacía para bendecir al sufriente y al necesitado. Pasó noches enteras en oración en las solitarias montañas, no debido a sus debilidades y necesidades, sino porque vio, sintió, la debilidad de vuestras naturalezas para resistir las tentaciones del enemigo en estos mismos puntos donde sois vencidos vosotros ahora. Sabía que seríais indiferentes con respecto a vuestros peligros y que no sentiríais vuestra necesidad de orar. Por nuestra causa derramó sus oraciones ante el Padre con grandes clamores y lágrimas.—La Maravillosa Gracia, 166.
“Los discípulos de Jesús impresionados por sus hábitos de oración”
“El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir”. Él vivía, pensaba y oraba no por sí mismo, sino por otros. De las horas pasadas con Dios, salía mañana tras mañana para traer la luz del cielo a los hombres. Diariamente recibía un nuevo bautismo del Espíritu Santo. En las primeras horas del nuevo día el Padre lo despertaba de su sueño, y su alma y sus labios eran ungidos con gracia, a fin de que lo pudiera impartir a otros. Le fueron dadas palabras frescas de las cortes celestiales, palabras que pudiera hablar en cada temporada a los agotados y oprimidos. “Jehová el Señor me dio lengua de sabios—dijo él—para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios”.
Los discípulos de Jesús se sintieron muy impresionados por sus oraciones y por su hábito de comunión con Dios. Un día, después de una pequeña ausencia de su Señor, lo encontraron absorto en la oración a Dios. Aparentemente inconsciente de su presencia, él siguió orando en voz alta. Los corazones de los discípulos fueron profundamente conmovidos. Cuando terminó de orar, exclamaron: “Señor, enséñanos a orar”.—The Review and Herald, 11 de agosto de 1910.