Estamos viviendo en una época desgraciada para los jóvenes. La influencia que prevalece en la sociedad favorece el dejarles seguir la inclinación natural de sus propias mentes. Si sus hijos son muy indómitos, los padres se consuelan pensando que cuando sean mayores y razonen por su cuenta, dejarán sus malos hábitos y llegarán a ser hombres o mujeres útiles. ¡Qué error! Durante años permiten a un enemigo que cultive el jardín del corazón, y permiten que los malos principios crezcan y se fortalezcan, no discerniendo, aparentemente, los peligros ocultos y el terrible fin de la senda que les parece ser el camino de la felicidad. En muchos casos, toda la labor que se haga más tarde en favor de estos jóvenes, no servirá de nada.
En la generalidad de los que profesan ser cristianos, la norma de la piedad es baja, y es difícil para los jóvenes resistir a las influencias mundanales estimuladas por muchos miembros de la iglesia. La mayoría de los cristianos nominales, aunque profesan vivir para Cristo, están realmente viviendo para el mundo. No disciernen la excelencia de las cosas celestiales, y por lo tanto no pueden amarlas de veras. Muchos profesan ser cristianos porque consideran honorable el cristianismo. No disciernen que el verdadero cristianismo significa llevar la cruz, y su religión tiene poca influencia para impedirles tomar parte en los placeres mundanos.
Algunos pueden entrar en el salón de bailes y participar de todas las diversiones que proporciona. Otros no pueden ir hasta allí, pero pueden asistir a fiestas de placer, pic-nics, espectáculos y otros lugares de diversión mundanal, y el ojo más avizor no alcanza a discernir diferencia alguna entre su apariencia y la de los incrédulos.
En el estado actual de la sociedad no es tarea fácil para los padres refrenar a sus hijos e instruirlos de acuerdo con la regla del bien que dicta la Biblia. Los niños se vuelven a menudo impacientes bajo las restricciones, y quieren cumplir su voluntad, e ir y venir como les place. Especialmente entre los diez y los dieciocho años, se inclinan a sentir que no hay daño alguno en ir a reuniones mundanales de compañeros jóvenes. Los padres cristianos experimentados pueden ver el peligro. Se han familiarizado con los temperamentos peculiares de sus hijos, y conocen la influencia que estas cosas tienen sobre su mente; y porque desean su salvación, debieran impedirles esas diversiones excitantes.
Cuando los niños deciden por su cuenta abandonar los placeres del mundo y hacerse discípulos de Cristo, ¡de qué preocupaciónse ve librado el corazón de los padres cuidadosos y fieles! Aun entonces, no deben cesar las labores de los padres. Estos jóvenes tan sólo han comenzado en serio la guerra contra el pecado y contra los males del corazón natural, y necesitan en un sentido especial el consejo y el cuidado vigilante de sus padres.