“Y a mí, que estoy pobre y afligido, Dios mío, ¡ven pronto a ayudarme! Tú eres quien me ayuda y me liberta; ¡no te tardes, Señor!” Sal. 70:5.
Mujer, ¡eres libre!, es el título de un hermoso libro escrito por T. D. Jakes. En él se hace referencia a la guerra que nosotras sostenemos contra Satanás para librarnos de las cadenas del pecado. Dios es libertad y nos creó libres. Nuestro Dios pudo enderezar la espalda de una mujer que estaba destinada a vivir mirando al suelo; “las primeras palabras de Jesús para esta mujer no fueron una recomendación para que hiciera terapia, sino que impartió una orden: ‘Mujer, eres libre de tu enfermedad’ (Luc. 13:12, 13). Puso las manos sobre ella, y ella se enderezó al momento y glorificaba a Dios” (p. 13).
Aún recuerdo cuando la vi entrar por el pasillo de la iglesia, mientras yo daba un mensaje a las damas. Se sentó nerviosa en los primeros asientos y se dispuso a escuchar. Sus ojos estaban rojos, su cabeza sin cabello, su ropa desaliñada y sucia. Sin embargo, fue nuestra “visita estrella”, pues no faltó a ninguna de las reuniones.
Una de las tardes, bajo un árbol, escuché su historia. Víctima de abuso sexual, había abandonado su casa siendo apenas una niña, para vagabundear con personas que la introdujeron al mundo del alcohol, las drogas y la promiscuidad. Me fui de aquel lugar dejando un compromiso en las hermanas de la iglesia para que cuidaran de ella.
Varios años después, fui yo quien se sentó en los primeros asientos para escuchar la bienvenida que en ese momento daba la directora de la Escuela Sabática. Escuché su voz, miré sus ojos y recuperé una imagen casi perdida en el recuerdo. ¡Era ella! Ahora era una mujer libre. Dios rompió sus cadenas; le dio una nueva imagen y una nueva visión de sí misma. Dejó de ser esclava para vivir como hija de Dios.
Mujer, Dios te hizo libre; tus traumas, desilusiones y fracasos quizá te paralizan y te hacen repetir: “No soy nadie, Dios se ha olvidado de mí”. Levanta tus manos al cielo, clama gracia divina y tus cadenas caerán ante tus ojos y ante los que te observan. Ten ánimo, eres hija de Dios y no esclava de Satanás. Enderézate y exclama: “El poder del Señor alcanzó la victoria! ¡No moriré, sino que he de vivir para contar lo que el Señor ha hecho!” (Sal. 118:16, 17).