“Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos, y aun llorábamos, acordándonos de Sion. Sobre los sauces en medio de ella colgamos nuestras arpas” (Sal. 137:1, 2).
En un artículo publicado en Current Biology, una revista científica, se habla acerca de un estudio que descubrió que los bebés lloran con un acento parecido al idioma materno, que han sentido desde el útero. Es una forma de comunicarse o de buscar formar un vínculo con su madre. La doctora Kathleen Wermke, antropóloga médica y directora de la investigación, dice que la melodía del llanto, y no el balbuceo, es el verdadero comienzo del desarrollo del lenguaje.
Este grupo de exiliados del que habla el versículo ya no estaba formado necesariamente por bebés, pero mantenían en su mente las melodías que los caracterizaban desde pequeños. Quienes los habían llevado cautivos les pedían que cantaran algunas de las canciones de su tierra (Sal. 137:3). Pero ellos habían colgado sus arpas y se preguntaban cómo cantarían en tierra de extraños. Los judíos consideraban que no estaba bien cantar a Dios en una tierra pagana que no lo adoraba. Era para ellos una incoherencia.
Así como vemos lo que hacía Daniel al abrir su ventana en dirección a Jerusalén y al orar al Dios que siempre había adorado, añoraban Jerusalén y lloraban. Ese había sido su lugar de gozo, de fiestas, de celebraciones y cultos. No querían olvidarla por nada.
“Ah, Jerusalén, Jerusalén, si llegara yo a olvidarte, ¡que la mano derecha se me seque! Si de ti no me acordara, ni te pusiera por encima de mi propia alegría, ¡que la lengua se me pegue al paladar!” (Sal. 137:5, 6, NVI).
¿Cuánto añoramos nosotros nuestro hogar celestial? Es cierto que nunca estuvimos ahí, pero cada vez que estamos en la presencia de Dios podemos sentir, como sentían y recordaban estos cautivos, un poco de la alegría del cielo.
¿Acaso somos como estos bebés que, al “llorar”, al comunicarnos con las diferentes personas que tenemos alrededor, mostramos de dónde venimos, cuál es nuestro acento original y nuestra patria verdadera?
En este día tenemos la oportunidad de hablar acordándonos de Dios. Que nuestra lengua no tenga que pegarse a nuestro paladar por haberlo olvidado.
No es la idea que nos angustiemos y lloremos desconsoladamente, pero podemos ansiar Sion como lo hacían estos cautivos y anhelar el momento cuando con nuestras voces y otros instrumentos lo alabemos juntos, libres, por toda la eternidad.