“Dios es quien me da fuerzas, quien hace intachable mi conducta” Sal. 18:32.
El sentimiento de culpa es devastador y paralizante. Desgraciadamente, todas, en algún momento de la vida, lo hemos sentido. La culpa es un martilleo constante que condena algo que hicimos y que en el presente, dado nuestro estado de madurez actual, nos deja claro que estuvo mal.
Algunos estudios parecen demostrar que este sentimiento tan destructivo que llamamos “culpa” se manifiesta ya en los estadios tempranos de nuestra vida, y está enraizado en nuestra historia familiar. Sin embargo, creo que va más allá de nuestra historia terrenal; creo que es el resultado de la desobediencia del ser humano a Dios allá en el principio. Creo que se basa en ese momento en que, en las personas de nuestros primeros padres, los seres humanos nos soltamos de la dirección divina y dimos el primer paso hacia la toma de decisiones por cuenta propia (para luego resistirnos a las consecuencias).
Cometer errores es inevitable, pues vivimos en un mundo imperfecto; pero lo que sí podemos evitar es tomar estos errores y desaciertos como látigos para flagelarnos a nosotras mismas emocional y espiritualmente de manera continua. Victimizarnos no es el camino para acabar con la culpa; eso solo la profundiza y nos consume en una existencia miserable. Si lo que hiciste ayer no estuvo bien, mira la cruz, póstrate ante Dios con humildad, y con fuerza de voluntad corrige y endereza tu senda. Pero no caigas en la autocompasión.
Cambia esos pensamientos que te hacen percibirte a ti misma como una víctima. Dios te ha dotado de inteligencia, creatividad, voluntad y libre albedrío, para buscar el bien y la verdad. Búscalos.
¿Cometiste un error? Entonces hazte la siguiente pregunta: ¿qué aprendí de él? No desperdicies ni desprecies ninguna de tus experiencias; todas sirven en el camino de la superación personal. Tampoco tengas la arrogancia de pensar que eres infalible.
Que tu oración sea: “Señor, guía mis pasos, endereza la senda de mis pies, hazme estar alerta para escuchar tu voz y aceptar tu dirección en todo lo que haga. Enséñame a perdonarme a mí misma por los errores cometidos, sobre la base de haber aceptado primero el perdón que tú me ofreces. Gracias por lanzar mis pecados a lo más hondo del mar”. Amén.