«Y todo lo que esté en tu mano hacer, hazlo con todo empeño». Ecl. 9: 10
Una vez tuve el peor trabajo del mundo, y no me refiero a los veranos que tuve que trabajar de noche en un almacén a 30 grados centígrados empacando 700 hogazas de pan. Apenas pasaba diez minutos trabajando y mi ropa ya estaba empapada. Después de engrapar todas las bolsas, me iba a casa y metía las manos en agua caliente solo para poder mover los dedos.
Mi peor trabajo no fue lavar inodoros, aunque también lo hice; ni ser vigilante nocturno o conserje en los años de universidad. El trabajo más desagradable que hice fue limpiar mesas en la cafetería de la academia cuando tenía dieciséis años. Tres comidas al día, siete días a la semana: mi hermana y yo nos rotábamos con otra pareja de estudiantes.
Los chicos más atractivos se convertían en auténticos cerdos cuando se sentaban a la mesa. Simplemente no les importaba ensuciar. Dejaban papas fritas regadas y aplastadas; frijoles pisados; restos de verduras pegados al tenedor… por no hablar de las chicas más populares de la escuela que, a pesar de su simpatía, sus agradables sonrisas y su multitud de amigos, derramaban salsa y refresco como quien más.
Odiaba ese trabajo. Odiaba cuán fría y sucia se ponía el agua tras limpiar unas pocas mesas. Odiaba el jugo rojo que se servía en la cafetería, cuya mancha resistía el detergente y el cepillo más fuertes. Pero, sobre todo, odiaba la mancha de arvejas que se pegaba en las mesas al menos una vez a la semana. En comparación con el olor a comida vieja y el esfuerzo que me tocaba hacer para limpiar los manteles de plástico, fregar inodoros era preferible; y eso que se supone que los baños son los asquerosos.
Cinco meses después de comenzar, me salieron verrugas en las manos de tenerlas mojadas tanto tiempo. ¿Ya se habían inventado los guantes? Por supuesto, pero ni yo ni mis jefes pensábamos en eso. Dos veces al día limpiábamos mesas. ¿Ir a patinar el martes por la noche? No hasta que hubiéramos terminado. ¿Jugar al béisbol? ¿Al fútbol? Ni pensarlo hasta que no hubiera salido la última mancha de arvejas.
Afortunadamente, ese trabajo trajo un beneficio duradero para mí, y supongo que tengo suerte de haberlo recibido cuando estaba tan joven. Después de esa experiencia, pude trabajar en cualquier cosa. Ya había hecho lo peor. Ningún trabajo que he tenido desde entonces se le ha acercado.