“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (Rom. 12:3).
“¡Torpe, torpe!”, se dijo a sí misma con furia. Se le había caído un plato de sopa al piso, pero ese error cotidiano le hacía desatar una tormenta de auto reprensiones. La visión que tenía de su persona era negativa, y condicionaba el resto de sus pensamientos. Tenía muchísimas virtudes intactas a pesar de sus numerosas décadas de vida, pero solía escucharla decir las cosas más feas sobre sí misma.
Dios nos dice que nos puso nombre, que somos suyos (Isa. 43:1), que somos su especial tesoro (Éxo. 19:5), entre un montón de cosas más; y a veces nos lanzamos los peores insultos.
¡Cuánto lo deshonramos o menospreciamos de esta forma!
Incluso, en nuestra concepción religiosa, por hacer énfasis en que no somos nada, a veces corremos el peligro de olvidar que para él somos lo más valioso de la Creación.
A veces nos limitamos a los patrones de este mundo y olvidamos tener en cuenta cuál es la imagen que él tiene de nosotros y el plan que trazó desde el comienzo para nuestra vida. Si hiciéramos más lo que él nos dice y creyéramos más en lo que él opina, nos pareceríamos más a eso de lo que tanto habla.
Algunos eligen repetirse frases positivas a la mañana al mirarse al espejo. Si bien puede ser efectivo, quizá no sea un método con el que todos se sientan cómodos, y además puede ser peligroso para los más vanidosos.
Pero, sobre todo, podemos probar repetir en nuestra mente aquellos versículos que nos hablan del valor que tenemos a la vista de Dios. Nos darán una visión equilibrada del lugar que ocupamos en el Universo y, en sus manos, podremos ser partícipes del cumplimiento de sus promesas.
Aunque el texto de hoy habla acerca del concepto elevado que muchos suelen tener de sí mismos, el consejo es igual de aplicable para aquellos que suelen tener un concepto disminuido.
Pablo nos aconseja pensar con cordura. Cuidemos el impacto de nuestro discurso porque, al final, como dice el texto, esa cordura está íntimamente relacionada con la medida de fe que demostramos tener.