“Durante ese tiempo los egipcios no podían verse unos a otros, ni moverse de su sitio. Sin embargo, en todos los hogares israelitas había luz” (Éxo. 10:23, NVI).
Una noche de verano se cortó la luz. Había tormenta fuerte, de esas que se anuncian con mucha antelación, con humedad y concierto de chicharras. Debido al corte, no se veía absolutamente nada.
En ese momento recordé la novena plaga de Egipto e imaginé la densa oscuridad que se debe haber vivido esos días. Pero según el relato bíblico, en los hogares de los hijos de Israel había luz.
No importa cuán oscuro esté alrededor. Con Dios, hay luz. Siempre. Para los egipcios, las tinieblas duraron tres días y ninguno veía a su prójimo ni podía moverse de su lugar.
El hecho de tener luz hace que podamos vernos unos a otros con mayor claridad y eso nos da la posibilidad de actuar. Si verdaderamente Dios está con nosotros, esto puede ser un hecho.
Pero ¿no resulta extraño que a veces, aunque decimos ser el pueblo que más luz ha recibido y aunque creemos estar tan cerca de Dios, en realidad estemos estáticos? ¿No resulta extraño que, habiendo tanta necesidad alrededor y tanta gente que podemos ver, actuemos tan poco?
Quizá podemos sentirnos parte del pueblo de Israel, cuando en realidad estamos teniendo un comportamiento más parecido al de los egipcios en esos tres días.
Las tinieblas de esos días no fueron solo una oscuridad pasajera. El firmamento realmente dejó de mostrar las estrellas, la atmósfera se volvió pesada, y el poder de los dioses sol y luna, que los egipcios tanto veneraban, se vio burlado. Algo desconocido se había apoderado del imperio más poderoso.
En los últimos días sucederá lo mismo. Las tinieblas serán tan pesadas, que muchos andarán errantes, palpándolas. Todo lo que vemos como poderoso demostrará carecer de poder cuando Dios se manifieste en gloriosa majestad al regresar a buscar a su pueblo.
Si alguien tuviera que contar tu historia, al hablar de tu casa, ¿podría decir: “…había luz”?
Jesús, en el sermón del monte, dio la breve pero poderosa orden: “Hagan brillar su luz delante de todos, para que ellos puedan ver las buenas obras de ustedes y alaben al Padre que está en el cielo” (Mat. 5:16, NVI).
Esa primera orden, “Sea la luz”, sigue resonando vigente hasta hoy.