Los cristianos deberían ser los seres vivientes más alegres y felices. Pueden tener la conciencia de que Dios es su padre y su amigo eterno.
Pero muchos cristianos profesos no representan correctamente la religión cristiana. Parecen melancólicos, como si viviesen bajo una nube. Hablan frecuentemente de los grandes sacrificios que han hecho para llegar a ser cristianos. Exhortan a los que no han aceptado a Cristo, indicando, por su ejemplo y conversación, que deben renunciar a todo lo que hace agradable y gozosa la vida. Arrojan una sombra de tristeza sobre la bendita esperanza cristiana. Dan la impresión de que los requerimientos de Dios son una carga hasta para el alma dispuesta, y que debe sacrificarse todo lo que daría placer, o deleitaría el gusto.
No vacilamos en decir que esta clase de cristianos profesos no conoce la religión genuina. Dios es amor. El que mora en Dios, mora en el amor. Los que ciertamente se han familiarizado, por un conocimiento experimental, con el amor y la tierna compasión de nuestro Padre celestial, impartirán gozo y luz dondequiera se encuentren. Su presencia y su influencia serán para sus relaciones como fragancia de flores delicadas, porque están en comunión con Dios y el cielo, y la pureza y la exaltada amabilidad del cielo se transmiten a través de ellos a todos los que están al alcance de su influencia. Esto los constituye en luz del mundo, en sal de la tierra. Son ciertamente sabor de vida para vida, pero no de muerte para muerte.