«Llegue mi clamor delante de ti, oh Jehová; dame entendimiento conforme a tu palabra» (Sal. 119:169, RV60).
Fue un 28 de diciembre que nunca olvidaré. Estábamos en Honduras, porque mis hijos habían sido invitados a participar en una boda, cuando i una llamada telefónica interrumpió nuestra alegría: mi abuelita acababa de morir. Además de la tristeza que me produjo la noticia, teníamos que cambiar de planes. Debíamos conducir ochocientos kilómetros durante toda la noche para llegar a San José, en Costa Rica, y encargarnos de los pormenores del entierro. Para mí, mi abuela era mi segunda madre.
Mi corazón se quedó helado cuando la vi en el ataúd, con los ojos cerrados. Me notificaron entonces que el pastor de la iglesia no estaba en la ciudad, pues acababa de irse de vacaciones, por lo que me dispuse a predicar yo misma en el funeral que celebraríamos al día siguiente. Entre el dolor por la pérdida y la falta de sueño, me sentía incapaz de concentrarme, pero debía hacerlo. Me levanté a las tres de la madrugada para orar a Dios, diciéndole con súplicas entrecortadas que me diera entendimiento conforme a su Palabra, para predicar en el funeral algo que conmoviera a los presentes ante la cruda realidad de la muerte y la fugacidad de la vida.
¿Cómo saber qué decir y cómo actuar cuando una lo está pasando tan mal y cuando muchos pares de ojos y de oídos van a estar prestando atención? Por mí misma tal vez no hubiera sabido distinguir el mensaje que convenía dar, pero mi clamor llegó delante de Jehová y no me cabe duda de que lo escuchó. Al entierro llegaron muchas visitas, y entre ellas varias personas que habían dejado de ir a la iglesia. Vi sus lágrimas caer esa tarde y vi al Espíritu Santo actuar en ellos de manera sobrenatural.
Querida amiga, ese Dios que estuvo a mi disposición en un momento tan crucial de mi vida, está a tu disposición hoy. Clama, en este día, de tal manera que recibas entendimiento para obrar conforme a su Palabra y a su voluntad.
«La oración es el ejercicio más santo del alma. Debe ser sincera, humilde y ferviente. (…) Cuando el suplicante sienta que está en la presencia divina, se olvidará de sí mismo. No tendrá deseo de ostentar talento humano, no tratará de agradar al oído de los hombres, sino de obtener la bendición que el alma anhela» (Consejos para la iglesia, p.533).