“Porque han visto mis ojos tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz que ilumina a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lucas 2:30-32).
MENSAJE La presencia de Jesús en nuestras vidas hace que lo adoremos.
¿Has tenido oportunidad de observar algún hecho de importancia histórica? ¿Cómo te sentiste? ¿Cómo cambió tu vida? Imagina esta historia reviviendo el evento. (Textos clave y refe ren cias: Lucas 2:21-38; El Deseado de todas las gentes, cap. 5, pp. 35-49.)
“Las cosas se hacen como de costumbre”, pensó el muchacho que barría el piso y observaba las ceremonias que se llevaban a cabo a su alrededor. Todos traían sus animales para el sacrificio, pero nadie pensaba que el Mesías vendría pronto. Los sacerdotes ofrecían los sacrificios y realizaban sus rituales como si carecieran de sentido. ¿Recordaban acaso que sus sacrificios y rituales simbolizaban al Mesías? Por supuesto que había algunos que esperaban al Mesías. Simeón, hombre piadoso en quien moraba el Espíritu Santo iba al templo todos los días y miraba las caritas de los bebés recién nacidos por si descubría ¡al que sería el Mesías! También estaba Ana, mujer de 84 años que había pasado la mayor parte de su vida en el templo, esperando al Mesías.
—Niño, ven acá —llamó uno de los sacerdotes—. Necesito enviarte a hacer un mandado. El muchacho obedeció aunque no era un niño. Hacía dos años que había asistido a la ceremonia con la que los niños dejaban de ser niños. Pero los hábitos no cambian con facilidad. Como era el menor de los asistentes del templo, acudía al llamado de los sacerdotes, sin importarle cómo lo llamaban. Mientras el muchacho se abría paso entre el gentío, vio a la gente pobre que compraba palomas para ofrecerlas como sacrificio. Pensó que debía ser humillante no tener suficiente dinero para comprar un cordero a fin de darlo como ofrenda. Varias familias hacían fila mientras esperaban turno para dedicar a sus hijos. En el primer lugar había un padre y una madre ricos, vestidos con ropas nuevas, que esperaban impacientes la ceremonia especial. La madre tenía un peinado ostentoso y caro; el bebé estaba vestido con ropita elegante y envuelto en un paño caro. El padre tenía un cordero atado con una soga nueva. Este estaba silencioso, desprevenido de su destino. Había otras familias que aunque no eran tan ricas, por lo menos tenían dinero para comprar corderos para ese sacrificio especial. En el último lugar de la fila había un matrimonio vestido pobremente, pero con ropa limpia. El padre tenía dos palomas y miraba con ternura a su esposa y a su hijito. Tan orgulloso como el hombre rico al frente de la fila. El sacerdote levantaba al bebé delante del altar para significar que el hijo primogénito era entregado simbólicamente a Dios, y a continuación sacrificaba el cordero. Después de devolver la criatura a su madre, el sacerdote escribía el nombre del bebé en el registro oficial.
Por fin le tocó el turno a la joven pareja. La madre entregó con suavidad su hijito al sacerdote, quien siguió la misma rutina con el bebé. Cuando el sacerdote terminó, el anciano Simeón se adelantó, siempre buscando al Mesías en el rostro de cada bebé. Cuando se acercó a María con el niño Jesús, extendió los brazos y pidió que le permitieran tomar al niño un instante. Cuando el sacerdote hizo ademán de detener al anciano, José le indicó con un gesto que no interviniera. Todos observaban fíjamente al anciano Simeón. —Según tu palabra, soberano Señor, ya puedes despedir a tu siervo en paz. “Porque han visto mis ojos tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz que ilumina a las naciones y gloria de tu pueblo Israel”. Gentilmente Simeón devolvió el bebé a María y le dijo: —Tu Hijo llevará a la gente a una decisión. Al aceptarlo aceptarán a Dios. Al rechazarlo, rechazarán a Dios. A veces la gente le dirá cosas ofensivas e hirientes, y tú sentirás en tu corazón la punzada de su rechazo. Cuando Simeón terminó, se acercó Ana y contempló la carita del niño. Repentinamente, con aspecto radiante y muchó más joven que sus 84 años, Ana comenzó a alabar a Dios. —Gracias, Padre por permitir que tu hija viera el rostro de tu Hijo. Este es el día que he esperado durante tantos años. El muchacho que servía en el templo escuchaba con atención las alabanzas de los dos profetas por motivo del bebé. Simeón y Ana habían pasado sus vidas esperando la llegada del Mesías. Ahora, ambos declararon por medio de sus alabanzas y adoración que esa criatura era el Mesías esperado. El muchacho también sintió deseos de adorarlo.